08/06/2018 – El Sagrado Corazón de Jesús es una devoción desde siempre en la Iglesia pero, particularmente desde la aparición a Santa Margarita de Alacoque el Señor nos insiste para que volvamos a Él por el camino de la verdad, de la bondad y de mansedumbre. Entrar en contacto corazón de Jesús es sentir en el alma que reposamos.
Jesús dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”. Mt 11,25-30
Jesús dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana”.
Mt 11,25-30
La invitación que Jesús nos hace en esta solemnidad del Sagrado Corazón, es volver desde lo más profundo de nuestro ser a Él. Tiene que ver con liberar todas nuestras cargas en Jesús y llevar una mucho más liviana y suave que da Jesús. Cargas de legalidad, de “deber ser”, de cumplimientos, de presiones, etc que debemos abandonar para dejarnos llenar del amor de Dios.
En ese proceso de transformación y cambio, de dejar las estructuras de las armaduras pesadas que cubren nuestra fragilidad, para darle lugar a lo verdadero y débil que hay en nosotros, la palabra nos invita a dejarnos fortalecer por Dios. De ahí el camino de la misericordia dejando de lado los grandes sacrificios con los que creemos merecer algo. “Misericordia quiero y no sacrificios”, dice el profeta Óseas. Del paso del texto de Oseas a Jesús hay un profundo cambio, porque Jesús le da un sentido nuevo. En Oseas la expresión se refiere al hombre, a lo que Dios quiere de él. Dios quiere amor y reconocimiento, no sacrificios exteriores ni holocaustos de animales. En labios de Jesús, la expresión se refiere a Dios: el amor del que se habla no es el que Dios nos pide sino el que Dios nos da. “Misericordia quiero y no sacrificios” significa: quiero ser misericordioso, no vengo a condenar. Su equivalente bíblico lo leemos en Ezequiel: “no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.”
Dios no nos quiere condenar; nos quiere rescatar, salvar. Dios no quiere el sacrificio a toda costa, como si disfrutara viéndonos sufrir. Tampoco quiere sacrificios realizados para alegar derechos y méritos delante de Él, como si el que se sacrifica mejor alcanzara por merecimiento lo que buscaba. O un mal entendido sentido del deber: hay que hacer lo que está mandado porque Dios así lo dice, cueste lo que cueste, sin discernir demasiado si Dios así lo está pidiendo en ese momento, como si fuera un mandato de deber ser y no presencia de amor. Detrás del deber ser vienen estas cargas, sin entender las verdaderas posibilidades de la persona. “Misericordia quiero y no sacrificios” dice el Señor. Yo quiero ser misericordioso, dice la Palabra.