La vida de Cristo —hora es ya de que vayamos comprendiéndolo— es el reino de lo humanamente absurdo. ¿Qué redentor es éste que «malgasta» treinta de sus treinta y tres años cortando maderitas en un pueblo escondido del más olvidado rincón del mundo? Habrá que decir pronto esto: un Dios que baja a morir trágicamente tiene su poco o su algo de lógica. Una crucifixión es, en definitiva, un gesto heroico que parece empalmar con la grandiosidad que atribuimos a Dios. Tampoco desencaja del todo un Dios-hombre dedicado a «seducir» multitudes o a pronunciar las bienaventuranzas. Un Dios que expulsa a latigazos a los mercaderes parece un Dios «digno», lo mismo que el que supera los sudores de sangre del huerto y acepta, como un Hércules, el combate y la muerte. Sí, lo absurdo no es un Dios que acepta la tragedia de ser hombre; lo verdaderamente desconcertante es un Dios asumiendo la vulgaridad humana, la rutina, el cansancio, el ganarse mediocremente el pan. A no ser que… nos hayamos equivocado de Dios y el verdadero nada tenga que ver con nuestras historias.
Los treinta años de oscuridad no son, pues, un preludio, un prólogo, un tiempo en el que Cristo se prepara —¿cómo se iba a «preparar»?— para hacer milagros y «entrar en su vida verdadera». Son, por el contrario, el mayor de los milagros, la más honda de las predicaciones. En rigor tendríamos que decir que fueron estos treinta años la «vida verdadera» de Jesús y que los otros tres fueron, sencillamente, una explicación para que nosotros entendiéramos lo que, sin hechos exteriores, nunca hubiéramos sido capaces de vislumbrar.
¿O es que pronunciar las bienaventuranzas será más importante que haberlas vivido durante treinta años o hacer milagros será más digno de Dios que haber pasado, siendo Dios, la mayor parte de su vida sin hacerlos? Pasar sin detenerse junto a estos treinta años de oscuridad, sería cortar a la vida de Jesús sus raíces, comer el fruto ignorando la savia que lo ha alimentado y formado. El silencio es, sí, la más alta de las palabras. Tendremos que escucharlo.
Y comenzar por respetar que el silencio sea silencio. Difícil tarea, a la que los hombres no nos resignamos. De ahí nuestro esfuerzo por llenar de milagros este tiempo en que Cristo no quiso hacerlos. Ya a finales del siglo II comenzaron los escritores apócrifos este esfuerzo.
Treinta años de silencio
(…) Nada de eso existió, ni milagros, ni mucho menos, vengancitas. Sólo silencio, un largo mutismo de treinta años. Los evangelistas son aqui de una parquedad absoluta: sólo tres líneas genéricas y la narración de una pequeña anéctota ocurrida a los doce años. Este silencio es, en verdad, intrigante.
(…) Me temo que un análisis más profundo no puede limitarse a estos planteamientos. Ello sería tanto como aceptar que Dios sólo actúa en lo extraordinario; como reconocer que la voluntad divina sólo se manifestó en los últimos años de Cristo; que el hecho de que Dios viviera treinta años entre nosotros siendo y pareciendo un hombre corriente nada nos dice sobre la intervención de Dios en el destino de la humanidad.
Los evangelistas no eran tan malos teólogos como para pensar estas cosas. ¿No será más sencillo y, sobre todo, más verdadero, decir que los evangelistas nada contaron de estos años porque en ellos nada extraordinario pasó, o, más exactamente, porque estos años fueron tan extraordinarios que nada fuera de lo normal ocurrió? ¿No habrá que pensar que en ese tiempo se realizó la gran revelación —la de que Dios nos amaba, hasta el punto de hacerse uno de nosotros con una vida idéntica a la nuestra— y que todo lo demás fue ya explicación y añadidura?
Pienso que el hombre del siglo XX debe detenerse más que ningún otro en estos años: está surgiendo entre nosotros la imagen del Cristoastro, del Cristo-rebelde, del Cristo-luchador, del Cristo-Supermán. Y puede que todo provenga de nuestro pánico a aceptar ese otro rostro del Cristo-vulgar o —si parece estridente— del Cristo-cotidiano.
Recientemente hemos vivido una historia parecida: Juan XXIII apareció en la Iglesia como un astro de luz. Las intuiciones geniales de sus últimos años iluminaron el mundo y engendraron el concilio. Pronto nos precipitamos a imaginar un Juan XXIII —supermán, ultramoderno, un coloso que abría al mundo de la fe las puertas del siglo XXI. Y eso era verdad, pero no toda. Un día conocimos su diario, sus cartas familiares. En ellas se hablaba de un seminarista como tantos, atado a sus pequeñas costumbres y rutinas, preocupado por el número de jaculatorias que había dicho y maniático casi de la obediencia. Y nos precipitamos a olvidar esas raíces que no parecían congeniar con el Papa-Supermán que estábamos inventándonos.
Algo así ocurre hoy con el Cristo-cotidiano: nos encantan sus frutos, nos aterran sus raíces. Tal vez porque la imagen del muchacho treinta años «sumiso» no cuadra bien con nuestro famoso «rebelde». Quizá porque nos agrada encontrar un modelo relumbrante para nuestros sueños de brillo y nos ilusiona menos un modelo para nuestra cotidiana vulgaridad de hombres. Pero el camino hacia la verdad no puede ser el de engañarnos a nosotros mismos. Tengamos el coraje de acercarnos hacia el Cristo verdadero, el que —como nosotros— consumió la mayor parte de su vida en grandes pequeneces.
(…) Por eso cada puerta que abramos será para encontrar al fondo una nueva puerta. Veremos a este niño como en una galería de espejos, sin terminar de saber nunca cuál de las imágenes es la verdadera. Conoceremos sus gestos y sus obras, pero nunca lo que hay detrás de sus ojos. Sólo desde la reverencia y el amor podremos comprender algo. (Por lo demás ¿no es esto lo que ocurre en todo verdadero conocimiento humano?).
José Luis Martín Descalzo
Vida y Misterio de Jesús de Nazareth I
Pág 171-175