Ser luz para los demás

viernes, 30 de enero de

Con la muerte del poeta cubano Nicolás Guillén ha venido a mi memoria una copia suya que siempre me pareció un programa de vida formidable que ya me gustaría a mí haber realizado en mis años:


Ardió el sol en mis manos, 
que es mucho decir;
ardió el sol en mis manos
y lo repartí,
que es mucho decir.


Efectivamente, es mucho poder decir de un ser humano que ha logrado esa doble maravilla: que el sol arda en sus manos y que haya sabido repartirlo. No sé cuál de las dos hazañas es más prodigiosa.

Naturalmente, cuando hablamos de que a alguien le arde el sol en las manos lo que estamos diciendo es que tiene la vida llena, radiante, que sus años han sido luminosos como antorchas, que tuvo una gran ilusión que dio sentido a sus horas, que estuvo vivo, en suma. Una gran hazaña, como digo. Porque, desgraciadamente los más de los humanos pasan por la tierra apagados, sin tener nada que dar ni que decir, con sus almas como candiles sin luz. Sólo los santos, los genios, los grandes amantes, tienen el sol en las manos. Son personas que, cuando pasan a nuestro lado, dejan un rastro en nuestro recuerdo, en nuestras vidas. Porque tienen luz, porque sus almas están llenas y despiertas.

 ¿Y por qué ellos tiene luz y la mayoría no? No, desde luego, por instinto ni por nacimiento. Sólo tiene luz el que ha ido recogiéndola, cultivándola. La luz, la belleza, están en el mundo, pero hay que ir sabiendo recogerla. Y hay que empezar por tener las manos abiertas y no como los egoístas, cerradas, empuñadas. Todo el que tiene la luz en sus manos la tiene por su mérito y esfuerzo. Y, naturalmente, no se conquista en un solo día: se van acumulando trozos de luz, pedacitos de amor. El alma sólo brilla después de muchos años de esfuerzo de recogida. ¡Pero qué milagro morirse con el alma encendida! «ES mucho decir», como canta el poeta.

Pero el milagro dos es saber repartir esa luz. La luz es algo que, por su propia naturaleza, es para compartir y repartir. No se da a los hombres para meterla bajo la cama, sino para ponerla sobre el candelero y que alumbre a todos los de la casa y del mundo. A nadie se le da el alma para sí solo. Aunque haya muchísimas personas que se mueren sin haber llegado a descubrir esta enorme verdad. Estos son los genios malogrados, doblemente más tristes que los que tienen almas apagadas. Porque, ¿hay algo más absurdo que tener una vida llena y creerse que se tiene para chupetearla privadamente como un helado? Los que son pobres (pobres de alma) y egoístas, son más pobres que malos. Los ricos (ricos de alma) y egoístas, ésos son la misma esterilidad.

Hay que repetir esto hasta que se entienda: la fraternidad, el amor, la entrega, no son cosas añadidas para que un hombre sea santo o perfecto. Son la sustancia del hombre. El hombre como individuo solítario no es hombre del todo. El hombre es hombre cuando vive en comunidad y para la comunidad. Cuando sirve a alguien. Cuando ama a alguien. Entonces es cuando nace como ser humano.

Goethe lo explicó con una frase definitiva: «Sólo entre todos los hombres llega a ser vivido lo humano». Es decir: ninguno de nosotros agota por sí solo la condición humana. juntos, sí. Abiertos, sí. La luz del alma sólo es luz cuando es repartida, compartida.

Tillich, el teólogo, también lo explicó muy bien: «En el mundo sólo existimos en virtud de la comunidad de hombres. Y sólo podemos descubrir nuestra alma mediante el espejo de quienes nos observen. No existe ninguna profundidad en la vida sin la profundidad del bien común».

Los genios son genios no por lo que producen, sino por lo que proyectan, por lo que reparten. Un genio no es un hombre que tiene el alma muy grande, sino un hombre de cuya alma podemos alímentarnos. En los santos la cosa es aún más clara: son santos porque no se reservaron para sí, sino que se entregaron a todos cuantos les rodeaban.

Por eso, qué bien si, como dice el poeta, pudieran decir de nosotros que teníamos el sol en nuestras manos y que nos dedicamos a repartirlo a rebanadas. Entonces habríamos estado verdaderamente vivos.

José Luis Martín Descalzo