Pedro: ¡Ah, no, Señor, tú sabes que eso no puede ser! Que pueden traicionarte todos, pero yo no. Que puede venirse el mundo abajo, antes que yo reniegue de ti. Jesús: Ah, Pedro, Pedro, déjame sonreírme. Yo, que veo la historia del derecho y del revés, escucho ya el canto de todos los gallos del mundo, que se diría que se han puesto de acuerdo para cantar a esta misma hora; veo la noche del jueves como si leyera la página de un libro desde cuyas páginas sonríen picaronas todas las criadas de todos los pontífices y allí estás tú, amigo, con tus miedos y con eso que te parece incalificable: la traición. El alma del hombre, Pedro, es un gran laberinto de vergüenzas y uno no puede estar muy seguro ni de lo que va a hacer en la próxima esquina. Por lo demás, que los traidores vendan es algo natural, algo que ya ni duele, y a mí esa noche me faltaba esa cuesta de dolor: la traición del amigo, el cuchillo manejado por la mano que acabas de estrechar. Mas no te creas, Pedro, que la tuya es una falta tan demasiado fuera de lo corriente. Me dolió más porque era la primera, pero ahora tengo callos en los ojos de tanto ver traidores. La gente me ha negado desde siempre, cogieron carrera en Jueves Santo y ya resulta aventura corriente eso de entregarme con un beso o de negarme mientras cantan los gallos. ¡Se acabarán los gallos y no habrán desaparecido los traidores! Mas tú tenías que estar allí para que yo entendiera que el oficio de redimir se hace perdonando y haciéndolo muchas veces y a muchos; aceptando día a día la mentira, la farsa, el «te quiero» de los labios fingidos, el doble juego del «no te conozco». No sufras demasiado por ello, Pedro amigo, tu cobardía me enseñó a ser redentor. Pedro: Pero, Señor, si va a ser como dices, será doble mi vergüenza y caída, pues conmigo ¿no caerán todos? ¿Acaso no era yo la roca que sostenía el edificio? Jesús: Ah, Pedro, qué mal has entendido las cosas. Aquí, en realidad, no hay más roca que yo. Tú llevarás mi barca y yo no dejaré que jamás se desvíe. Pero tú, Pedro, vas a continuar siendo de carne y de hueso. Y hasta me gusta que las gentes vean que en mi casa la autoridad es pecadora. Esto no es una colmena en la que el grado o el oficio garantiza el nivel de santidad. Aquí los galones no aseguran nada y hay que ganárselo todo a golpe de corazón. ¡Ah, tú verás un día la trastera que tengo en mi cielo abarrotada de mitras y tiaras! Tú, Pedro, eres un Judas con lágrimas, no más. ¡Y ay si yo te dejara por un solo minuto de mi mano! Pero yo te elegí como eres. Ni tú eras mucho mejor que Judas, ni Juan es más celoso que Mateo. ¿Para qué quiero yo gigantes del espíritu? Y ahora que está cerca la muerte me pregunto: ¿Qué harían de mi mensaje una docena de inteligentes? Acabarían anunciando un evangelio mucho mejor que el mío. Exigirían carnets de santidad para el ingreso. Pondrían en la calle a quienes sólo supieran amar. Impondrían como obligatorio el doctorado y el cilicio y todos los grados de la escala mística. Prefiero, Pedro, que te vean a ti, traidor y cobardicia y que entiendan que, con eso, se puede construir una de las columnas de mi templo. Porque yo no soy sólo el Dios de los humildes sino también el de los pecadores. Basta con que se aprendan la primera lección: la del amor. Y la segunda, que es igual de importante, la de las lágrimas.
Pedro: ¡Ah, no, Señor, tú sabes que eso no puede ser! Que pueden traicionarte todos, pero yo no. Que puede venirse el mundo abajo, antes que yo reniegue de ti.
Jesús: Ah, Pedro, Pedro, déjame sonreírme. Yo, que veo la historia del derecho y del revés, escucho ya el canto de todos los gallos del mundo, que se diría que se han puesto de acuerdo para cantar a esta misma hora; veo la noche del jueves como si leyera la página de un libro desde cuyas páginas sonríen picaronas todas las criadas de todos los pontífices y allí estás tú, amigo, con tus miedos y con eso que te parece incalificable: la traición.
El alma del hombre, Pedro, es un gran laberinto de vergüenzas y uno no puede estar muy seguro ni de lo que va a hacer en la próxima esquina. Por lo demás, que los traidores vendan es algo natural, algo que ya ni duele, y a mí esa noche me faltaba esa cuesta de dolor: la traición del amigo, el cuchillo manejado por la mano que acabas de estrechar. Mas no te creas, Pedro, que la tuya es una falta tan demasiado fuera de lo corriente. Me dolió más porque era la primera, pero ahora tengo callos en los ojos de tanto ver traidores.
La gente me ha negado desde siempre, cogieron carrera en Jueves Santo y ya resulta aventura corriente eso de entregarme con un beso o de negarme mientras cantan los gallos. ¡Se acabarán los gallos y no habrán desaparecido los traidores! Mas tú tenías que estar allí para que yo entendiera que el oficio de redimir se hace perdonando y haciéndolo muchas veces y a muchos; aceptando día a día la mentira, la farsa, el «te quiero» de los labios fingidos, el doble juego del «no te conozco». No sufras demasiado por ello, Pedro amigo, tu cobardía me enseñó a ser redentor.
Pedro: Pero, Señor, si va a ser como dices, será doble mi vergüenza y caída, pues conmigo ¿no caerán todos? ¿Acaso no era yo la roca que sostenía el edificio?
Jesús: Ah, Pedro, qué mal has entendido las cosas. Aquí, en realidad, no hay más roca que yo. Tú llevarás mi barca y yo no dejaré que jamás se desvíe. Pero tú, Pedro, vas a continuar siendo de carne y de hueso.
Y hasta me gusta que las gentes vean que en mi casa la autoridad es pecadora. Esto no es una colmena en la que el grado o el oficio garantiza el nivel de santidad. Aquí los galones no aseguran nada y hay que ganárselo todo a golpe de corazón. ¡Ah, tú verás un día la trastera que tengo en mi cielo abarrotada de mitras y tiaras! Tú, Pedro, eres un Judas con lágrimas, no más. ¡Y ay si yo te dejara por un solo minuto de mi mano!
Pero yo te elegí como eres. Ni tú eras mucho mejor que Judas, ni Juan es más celoso que Mateo. ¿Para qué quiero yo gigantes del espíritu? Y ahora que está cerca la muerte me pregunto: ¿Qué harían de mi mensaje una docena de inteligentes? Acabarían anunciando un evangelio mucho mejor que el mío. Exigirían carnets de santidad para el ingreso. Pondrían en la calle a quienes sólo supieran amar. Impondrían como obligatorio el doctorado y el cilicio y todos los grados de la escala mística.
Prefiero, Pedro, que te vean a ti, traidor y cobardicia y que entiendan que, con eso, se puede construir una de las columnas de mi templo. Porque yo no soy sólo el Dios de los humildes sino también el de los pecadores. Basta con que se aprendan la primera lección: la del amor. Y la segunda, que es igual de importante, la de las lágrimas.
J.L. Martín Descalzo