El caminante de Emaús

lunes, 20 de abril de
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Ahora es el desconocido quien habla:

¡Oh, hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en la gloria? Y, comenzando por Moisés y todos los profetas, les fue declarando cuanto a él se refería.

 

La voz del caminante era cálida y persuasiva. Ponía toda su alma en lo que decía. Incluso cuando les reprendía,” su palabra era suave y no hería. Más tarde reconocerían que esa voz les iba calentando el corazón. Le oían y se maravillaban de su sabiduría y de su amor.

 

 

¿Quién era? Sin duda un «nabí» conocedor hasta el fondo de las sagradas Escrituras, pero en todo caso un «nabí» ajeno a los círculos oficiales que habían condenado a su Maestro. Y, según le oían hablar, las oscuridades iban cayendo de sus ojos.

 

Ellos que creían conocer de carrerilla aquellos textos que el caminante citaba, se daban cuenta ahora de que no habían entendido nada. La palabra de Dios se iba haciendo viva, operante, acusadora, desenmascaradora.

 

Y, al mismo tiempo, iban sintiéndose avergonzados y felices. Avergonzados por su falta de fe, por su corta inteligencia. Y felices porque su esperanza renacía, porque un nuevo amor iba brotando dentro de ellos. Aún no se daban cuenta, pero Dios ya estaba con ellos y dentro de ellos.

 

Por eso, mientras él iba hablando, los dos discípulos iban pasando de la tristeza a la alegría, de la indiferencia al amor. La palabra de Dios les iba transformando. Y, por eso, aun antes de reconocerle, esa misma palabra hizo que empezasen a obrar como si ya le hubiesen conocido. El amor, la caridad, fue por delante de la fe. Llegaron al pueblecillo a donde iban y el caminante se despidió de ellos, dispuesto a seguir su camino. Era ya casi de noche y ellos sintieron piedad por él: ¿por qué no se quedaba a pasar la noche con ellos? Aquel era su pueblo, allí tenían casa; podía quedarse a dormir entre ellos y a la mañana siguiente seguiría su camino.

 

 

Y el amor les conduciría a la fe. No bastaba el conocimiento. El caminante les había iluminado las Escrituras, pero eso no bastaba para reconocerle aún. La inteligencia abre la puerta de la fe, pero sólo la cruza el corazón. El caminante había obrado hacia ellos con ese respeto soberano del apóstol auténtico: sin forzar. Había expuesto la verdad y ahora se disponía a seguir su camino, sin imponerse, sin obligar.

 

Como escribe Evely, especialmente feliz en el comentario de esta escena:

Jesús no se impone, aunque se proponga siempre a sí mismo. El nos deja libres. ¡Nada resulta tan fácil como obrar cual si no le hubiéramos encontrado, como si no le hubiéramos oído, como si no lo hubiéramos reconocido! Dios es humilde. Dios está en medio de nosotros como uno que sirve. Dios se propone. Dios es un compañero fiel, y, en cierto aspecto, silencioso. No hace más que murmurar, y resulta fácil tapar su voz. Todos nosotros tenemos el terrible poder de obligar a Dios a callarse.

 

Pero estos dos discípulos tienen ya el corazón caliente y oyen la palabra de Dios: le obligaron a quedarse. Dios nos acompaña de buena gana, pero le gusta ser forzado a ello. Y entró Jesús en su aldea y en su casa. Y le ofrecieron el honor de presidir la mesa. Le miraban con emoción. A lo largo de todo el camino, aquel hombre les había impresionado por su modo de comentar las Escrituras. Habían recibido, sin molestarse, su reprensión y ahora, no sabían por qué, tenían la impresión de haber vivido ya otra vez esta misma escena.

 

Fue entonces cuando el desconocido tomó el pan, lo bendijo, lo partió. En realidad no hacía nada que no hubiera hecho cualquier otro israelita piadoso. Pero lo hacía de un modo que fue para ellos como el descorrimiento de un velo. Le miraron, se miraron. Y, antes de que abrieran los labios, el desconocido desapareció.

 

Ahora volvieron a mirarse más desconcertados aún, pero, sobre todo, alegres. Recordaron en un solo relámpago las explicaciones del viajero, que les había asegurado que el desenlace de la vida de Jesús no era la muerte. Que pasaría por ella para cumplir las Escrituras, pero que ése no sería su final. Ya no dudaron: era él y era él, resucitado.

 

Ni siquiera sintieron la decepción de haberle perdido de nuevo; la alegría de saberle vivo era más importante que la de verle. Se sentían embargados en el juego de Dios que parecía burlarse de ellos. Como dice Newman, el Señor pasó entre ellos desde el escondite de ver sin conocer, al de conocer sin ver. A Dios no le gusta ser conocido por miedo o por interés. Le gusta ser conocido por amor. Y al amor de aquellos dos hombres les bastaba con saberlo vivo.

 

Por eso su fe se convirtió enseguida en fuego, se hizo apostólica. Sin detenerse un minuto, sin comentarlo casi, se levantaron y regresaron corriendo a Jerusalén. Los once kilómetros se les hicieron ahora mucho más cortos. Porque la alegría aligera las cosas, así como la tristeza las hace pesadas. De pronto se sintieron apóstoles, fraternos. No guardaron para sí su alegría. Tenían que comunicarla y repartirla. 

 

 

José LuisMartín Descalzo

Vida y Misterio de Jesús de Nazareth III

Pag 296-298

 

 

Milagros Rodón