Y, cuando menos lo esperaba,
ocurrió.
Y todo fue tan sencillo
que no hay nada que decir ni que contar.
Era, sí, el mediodía.
El cielo estaba tenso como un mar sin orillas,
y no es que el aire fuera transparente,
es que era todo él como el interior de un lirio.
Y yo estaba allí,
suspendida en la luz,
sostenida por la mano de Aquel a quien rezaba.
¿Rezar? ¡Ah, qué simple!
Bastaba con respirar para hablarle,
el correr de los ríos de mi sangre era un salmo,
y el corazón, latiendo, sonaba como los timbales
del Templo de Jerusalén.
Y todo sin prodigios,
como maduran las frutas de los ángeles.
Y él vino entonces.
No sé muy bien si estuvo fuera o sólo lo vi dentro.
Sé que estuvo
y oí su voz como se escucha el viento.
¿Cómo era?, decís. ¿Y yo qué sé?
No hay puntos de comparación.
No era un hombre, era más.
¿Era una fruta que al mismo tiempo es pájaro?
No, era más, era más.
¿Era un relámpago vestido de sumo sacerdote?
Era más, mucho más.
Era la suma de las sumas,
el mensajero de la multiplicación
de las multiplicaciones.
Y habló.
Y dijo palabras que iban cayendo sobre mí
como goterones de plomo derretido.
Palabras que no sabría repetir,
pero que me empujaban a una gran locura.
Yo tendría que crecer y crecer.
Desde arriba me estirarían el alma,
porque el que iba a venir
era tan diminuto y tan grande,
que sólo cabría en mí y en todo el universo.
Y todo aquello -¡qué bien lo comprendí entonces!-
se haría con risas y sangre.
El alma no crece como se estira
la masa del pan en la tahona;
crece desangrándose,
estirando el corazón con los siete caballos del misterio.
Creces sin entender
y empiezas a ser lo que tú eras.
Sabes que Alguien será tu hijo,
pero nunca sabrás quién es ese Alguien.
Y empiezas a sospechar
que este primer parto feliz
es tan sólo el ensayo de otro más sangriento.
Pero ¿cómo decirle No?
¿Cómo negarle al Sol su derecho a ser luz e iluminar?
¿Cómo regatear con Él,
ponerle condiciones,
pedirle garantías?
El amor es así: elegir sin elección.
Y «Hágase», le dije.
Y recuerdo que el ángel sonrió
como si acabase de quitarle un gran peso de encima,
como si ahora pudiera ya atreverse a regresar al cielo.
Y un pájaro cruzó tras la ventana.
Y la tarde se puso como si el Sol sangrase.
y el aire se llenó de campanillas,
como si el mismo Dios estuviera contento.
José Luis Martín Descalzo
en “Apócrifo de María”