A veces pareciera que el cristianismo está enojado con la felicidad, como si tener fe fuera algo triste, melancólico, cabizbajo, doliente, apesadumbrado. Una religión nostálgica, adusta, agria, seria que soporta todo con cruda resignación. Como si la felicidad fuera un insulto de superficialidad y liviandad. Hay cristianos a los cuales nunca se los ve sonreír, alegres y festivos, celebrando las ganas de vivir y de profesar la fe. Pareciera que tenerlo a Dios fuera entrar en un túnel sombrío y frío, oscuro y extraño.
Se han olvidado que Dios se encarnó, resucitó, nos prometió la felicidad aquí y el “ciento por uno” en la vida eterna, que existe una promesa de felicidad perdurable más allá del tiempo. En fin, se conforman con un “Dios triste”, tan pequeño, que no alcanza para darles, ni siquiera un poco de felicidad a sus días.
Están totalmente sumidos en este “valle de lágrimas” y no sospechan que también existen las “colinas de la alegría”. Creen que disfrutar está mal, es permisivo o pecaminoso. Se refugian en una religión de la lástima, el sufrimiento y la pena. El Dios en el cual creen es un “Dios sádico” que se complace en el padecimiento de sus hijos, un Dios bañado de sangre y lágrimas ajenas. Mientras más dolor, mejor. Mientras más infelices, más santos. La heroicidad del sufrimiento extremo.
Nada más alejado del “Dios Amor”. La Cruz de Jesús no anuló la felicidad humana. Al contrario, le dio una nueva perspectiva. Una de las páginas más hermosas del Evangelio es aquella en la que Jesús proclama su propia visión de la felicidad humana: Las Bienaventuranzas.
Pero es aquí donde encontramos un primer escollo, ya que las Bienaventuranzas anuncian felicidades “peligrosas” que, en primera instancia, nunca elegiríamos. “Felicidades” contenidas dentro de grandes infelicidades: ¿Cómo se es feliz con la infelicidad de la pobreza, el hambre, la persecución, el insulto, la calumnia que aparecen en el Sermón de la Montaña?; ¿Jesús no se habrá equivocado?; ¿Nadie le dijo que esos son pesares y calamidades humanas para desterrar cuanto antes?…
Lo que sucede es que Jesús no está glorificando y exaltando la realidad de la pobreza, el hambre, la persecución, el insulto o la calumnia, en sí mismas, como si fueran una realidad deseable. Nos está dando “un criterio de realidad”. Está uniendo “felicidad” con “realidad”. No vincula “felicidad” con “sueño” o “aspiraciones” porque así la tentación es la evasión, fugarse del mundo.
Al contrario, muy sabiamente, Jesús nos hace mirar alrededor y ver lo que hay y lo que abunda. En sus tiempos, como en los nuestros, la realidad humana y social no ha cambiado mucho esencialmente. Al abrir los ojos cada día, al salir a la calle, al leer los diarios, al escuchar las noticias o al ver la televisión, lo que continuamente observamos son las distintas caras del sufrimiento, contemplamos los viejos harapos de la condición humana que siguen lastimando nuestra carne: Pobreza, hambre, injusticia, persecución, insulto, calumnia.
Para ser felices, no hay que “evadirse”. Hay que “sumergirse” en la realidad, por dolorosa que fuere. No existe el “mundo ideal”. Existe sólo el “mundo real”. Lo que tenemos, es lo que hay.
Sólo el que puede aceptar la realidad y transformarla, empezará a ser feliz con lo que es y con lo que tiene. La “felicidad posible” es sólo posible en la realidad de este mundo y de esta historia. De lo contrario, para ser felices tendríamos que salir de la realidad, del mundo, de la historia y de los múltiples escenarios del sufrimiento humano.
La felicidad que propone Jesús, la de las Bienaventuranzas, no es una felicidad fácil, ciega a los dolores y sorda a los clamores. El primer paso de la “felicidad posible” es un acto de aceptación; de asunción de lo que somos y nos toca. Este primer acto de humildad y aceptación nos otorga la convicción de que la felicidad es aún posible.
No sólo hay que “estar felices” sino que hay que “ser felices”. Hay que procurar la felicidad no “a pesar” de todo lo que nos pesa y nos duele sino “en razón” de todo eso. La felicidad nunca es “a pesar” sino “en virtud” de algo. Nunca es “en contra” sino “a favor de” algo mejor.
Asumiendo la realidad tal como es –la realidad personal, la realidad social o cualquier otra- se puede empezar a construir una “felicidad posible”, la que está de acuerdo a lo que nosotros hemos ido eligiendo, acorde a nuestra medida y posibilidades.
¡La felicidad es posible!: La felicidad posible es la única posible felicidad. Las otras son meras ensoñaciones, ilusiones, fantasías, vapores de un alma que sueña despierta y delira. La felicidad no está en los sueños: Está en la realidad.
Este “criterio de realidad” para asumir la “felicidad posible” viene del misterio de la Encarnación. Dios se hizo humano para redimir al mundo. Sumergiéndose en la realidad es como la redimió, desde abajo y desde adentro. No fue saliendo y evadiéndose sino internándose, entrando, aceptando y asumiendo es como revirtió, desde las entrañas de la realidad, una mejor posibilidad. No fue haciéndose algo distinto de nosotros sino uno de nosotros que nos enseña el camino de una felicidad real, histórica, concreta, singular: Una “felicidad posible”
La felicidad de las Bienaventuranzas no es la de la sonrisa fácil y los burbujeantes chispazos de la vida. Es una “felicidad pascual”: Cruz y Resurrección. Asume los sufrimientos para revertirlos. Acepta la realidad para crear otras condiciones, nuevas posibilidades y, en esas posibilidades, encontrar el “secreto” de la felicidad.
La felicidad cristiana de las Bienaventuranzas y de la Pascua es fruto de una “esperanza dramática”, no de una esperanza ingenua. La esperanza verdadera, como la felicidad verdadera, siempre se sumergen en el barro del mundo, buscando las vertientes subterráneas donde el agua mana limpia y pura.
El Dios Encarnado de los cristianos es un Dios para la felicidad. Fue un Dios crucificado y muerto que ahora está vivo, glorioso y resucitado. Está feliz, pleno, radiante y transfigurado. Es el Dios del amor y la esperanza. El Dios humano que construye -desde las heridas del mundo- una “felicidad posible”…
Fragmento de Espiritualidad para el siglo XXI
Padre Eduardo Casas