San Agustín fue Obispo de Hiponá y Doctor de la Iglesia. Escribió una de las autobiografías más famosa del mundo, “Las confesiones” en donde comienza diciendo “Grande eres Tu, Oh Señor, digno de alabanza … Tu nos has creado para Ti, Oh Señor, y nuestros corazones estarán errantes hasta que descansen en Ti” (Confesiones, Capítulo 1).
Este santo es uno de los claros ejemplos de que no se nace santo sino que la santidad se construye, se trabaja, y se recibe como gracia, y que el peor de los pecadores puede cambiar su vida y convertirse en santo. Agustín reconoce que “Tarde te amé, Oh Belleza siempre antigua, siempre nueva. Tarde te amé”. Su madre, Santa Mónica, sufrió largamente mientras veía como la vida de Agustín se arruinaba en medio de desenfrenos y errores: “Noche y día oraba y gemía con más lágrimas que las que otras madres derramarían junto al féretro de sus hijos”, escribiría después Agustín en sus admirables Confesiones. Pero Dios no podía consentir se perdiese para siempre un hijo de tantas lágrimas.
Luego, através de una cátedra compartida con el Obispo Ambrosio de Milán, luego San Ambrosio, cambió su mirada sobre el cristianismo y las Escrituras. Allí se dedicó al estudio y a la oración, hizo penitencia y se preparó para su Bautismo. Lo recibió junto con su hijo, Adeodato y su amigo Alipio. Decía a Dios: “Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera”. Su hijo tenía quince años cuando recibió el Bautismo y murió un tiempo después. Él, por su parte, se hizo monje, buscando alcanzar el ideal de la perfección cristiana.
Al tiempo fue ordenado sacerdote, y 5 años después Obispo en Hiponá (África). Escribió más de 60 obras muy importantes para la Iglesia como “Confesiones” y “Sobre la Ciudad de Dios”. Murió a los 76 años, 40 de los cuales vivió consagrado al servicio de Dios. Con él se lega a la posteridad el pensamiento filosófico-teológico más influyente de la historia. Murió el año 430.
Fuente: Radio María Argentina