Habla Señor, que tu siervo escucha

miércoles, 20 de abril de
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“Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer (Gn 1, 27)”

Este pasaje del libro del Génesis resume la idea fundamental de la vocación del hombre: Dios lo creó a su imagen y semejanza; allí radica, la dignidad humana. Esto significa que cada ser humano es digno de Dios y, en ese sentido, está llamado a amarlo y servirlo. Esa es la primera vocación, común a todos los hombres: participar de la vida en Dios, desearlo y buscarlo; el hombre está llamado a la santidad. Dice el canon 210 del Código de Derecho Canónico: “Todos los fieles deben esforzarse, según su propia condición, por llevar una vida santa.” Y la imagen ideal de tal santidad es Cristo, por eso estamos llamados a seguirlo e imitarlo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí.” Jn 14, 6  

Pero asimismo, Dios crea a cada persona con inmenso amor y tiene pensado especialmente para cada uno un plan, una misión. Por lo tanto, existe una vocación provativa de cada persona. Se dice generalmente que Dios llama a cada uno por su nombre, y es así porque tiene un designio para cada vida, que no podrá ser realizado en otra más que en esa para la cual lo ideó. Para el hombre es fundamental discernir su vocación, ya que ella será lo que de sentido, plenitud y felicidad a su vida; será perfecta correspondencia entre Dios y su creatura.

Desde que cada persona (y su misión particular) ya fue soñada por Dios desde toda la eternidad, el llamado divino es permanente. Al hombre le toca completar la tarea: escuchar y responder, tareas no imposibles pero tampoco tan sencillas. En la carta pastoral sobre la celebración del año vocacional, el obispo de la Diócesis de San Miguel, Sergio Fenoy, propuso tres actitudes vocacionales. La primera es preguntar: “La vocación es una sinfonía de preguntas sobre el sentido de la propia vida y sobre qué dirección dar a la propia existencia” Si bien existieron casos en los que Dios se manifestó contundentemente, como en el caso de San Pablo (Hech 9, 3), en lo cotidiano, nos habla a través de signos, señales, que suelen darse en la oración, en las lecturas, en ciertas charlas, en situaciones determinadas durante toda nuestra vida. Mirar los hechos del pasado es importante para encontrar respuestas. Pero también es fundamental la asistencia divina; volvemos aquí al “deseo de Dios”. Cito nuevamente al obispo: “La vocación es un misterio grande de fe (…) Toda verdadera vocación nace de la fe vivida diariamente, con sencillez y generosidad de espíritu, en confianza y amistad con el Señor.” Y agrego que el motor de esa fe es la oración, diálogo directo con el Padre.

A estas alturas, deberíamos distinguir entre la vocación y el estado de vida. Descubrir la vocación es escuchar el llamado de Dios, es entender lo que Él quiere de nosotros. Luego, y no sin ayuda de la gracia divina, discerniremos el estado de vida que nos permitirá mejor cumplir con la misión asignada: como sacerdotes, religiosos o laicos.

Cuando el hombre ha descubierto su misión, cuando ha escuchado su llamado, le queda responder. El Padre pensó un plan para cada uno de nosotros pero no nos lo impone, porque nos dotó de libertad para elegir. Responder al llamado supone entregar la vida a Dios, porque la vocación refiere a una misión que ocupa la vida entera. Entregar la vida puede implicar pérdidas materiales, por eso es necesaria una actitud de desprendimiento terrenal, tanto de las cosas como de los placeres: “Qué dificil será para los ricos entrar en el Reino de Dios” Lc 18, 24

En resumen, la vocación no es otra cosa que una llamada de Dios Padre a realizar un plan ideado por él desde que nos concibió. Ese plan es el que dará sentido a nuestra vida, debemos entenderlo como una gracia del Padre. Y si bien es cierto que llevar a cabo la misión asignada puede suponer cierto sacrificio, no debemos dudar que Dios no nos exige más de lo que podamos dar. Si creemos que no somos capaces, debemos pedir a Dios que nos ayude a encontrar la fortaleza que ya tenemos dentro. Confiemos en la Gracia, no temamos perder nuestras riquezas materiales, como lo hizo el joven rico cuando Jesús lo invitó a seguirlo; lo que podamos perder no puede ser mayor a la felicidad que podremos ganar si damos nuestro SI.  

 

 

Amanda Melgarejo