Lo que verdaderamente importa no se puede convertir en mercancía. Cada vez son menos cosas, es verdad. Pero, por más que haya quien también hace negocio de ello, para la gente más normal el amor de verdad ni se vende ni se compra. La amistad se encuentra y se disfruta, pero no se posee. La fe no se adquiere a golpe de tarjeta. Y sentido de la vida no se obtiene en los grandes almacenes (todo lo más te llevas a casa sucedáneos). La trampa de la lógica del tener es intentar convertirnos en aquello que adquirimos. Porque las cosas importantes se viven y dejan huella aunque se alejen; no son de usar y tirar. Lo esencial no es de temporada, y a veces ni siquiera se ve.
En el mundo donde todo tiene un precio, aunque sea muy barato, parece que lo gratuito despierta sospecha. En el fondo hay que ser muy humilde o estar muy confiado para aceptar algo que no exige algo a cambio. Hay que ser muy sencillo para saber responder sólo con una actitud agradecida. Hay que ser muy honrado para saber que hay cosas por las que uno no puede pagar. Eso es el amor de Dios. Como tuviésemos que comprarlo a base de ser buenos, o santos, o perfectos, ya podríamos ahorrar. Pero, ¿quién se cree que Dios sea ese mercader de bondades? Dios no nos exige ser buenos, simplemente se nos da. No nos ama porque cumplamos normas, sino que nos ama. No nos abraza a pesar de nuestras limitaciones, sino tal y como somos. La gratuidad es así, nada espera, nada exige, no trapichea con lo que hacemos.
Fuente: PastoralSJ