Pocas cosas hay tan feas como equivocarse. Y más horrible aún cuando con nuestros errores dañamos a alguien o rompemos algo valioso que ya no podrá ser igual. Ante este sentimiento surgen dos reacciones extremas que evitan que crezcamos de verdad porque infantilizan: “justificarse” o “victimizarse”.
Con la primera nos negamos la posibilidad de ser perdonados por los demás, e incluso por nosotros mismos, y dejamos que el “yo inflado” se coma nuestra mejor versión por miedo al juicio.
Y cuando nos victimizamos forjamos un escudo de falsa humildad que termina por hacernos creer que somos incapaces de ofrecer nuestro verdadero ser al mundo.
En cambio, si asumimos que al errar crecemos y se nos llama a seguir intentando en lo que amamos, veremos cómo cada error es una puerta abierta a los demás, a uno mismo y, en definitiva, a los brazos del Padre.
Fuente: espiritualidadignaciana.org