Hay un momento para entrar en casa, a la seguridad y la acogida de los que conocemos y queremos, pero también hay un momento de salir a la calle y encontrarnos, a la intemperie, con lo desconocido. O de aprender a ver de otra manera lo que creemos conocer.
Ver de otra manera es reconocer que antes no lo habíamos visto bien, que nuestra mirada estaba enturbiada por lo de siempre. O incluso ciega para lo nuevo. Hasta que nos tropezamos con la luz, a la vuelta de una esquina, y como al ciego de Jerusalén, se nos invita a ir a la piscina de Siloé y lavarnos el barro de la mirada.
Pero antes es preciso que alguien nos toque con sus dedos, nos selle los ojos con su saliva y los devuelva a la arcilla primordial de la que fueron creados. Y entonces, sí, entonces podemos lavarnos y quitarnos de los ojos las visiones viejas o envejecidas.
Es Jesús quien nos atrae a su círculo de luz, quien nos invita a salir de las sombras de la duda y a fiarnos de su palabra esclarecedora. Fiarnos de él como para dejarnos en el corazón impresa la imagen de Su rostro que nuestros ojos aún no pueden ver…
Luego viene el milagro y la terquedad de los hechos que resisten a todas las demagogias, incluidas las religiosas: “Yo antes no veía y ahora veo…”
Cuando se nos abre a la luz como a ese hombre ciego de nacimiento, en una calle de Jerusalén, se nos cierran las puertas del exclusivismo y la intolerancia a las espaldas. Los que no quieren ver, aunque sean videntes, están ciegos de corazón. Su juicio y condena es la propia oscuridad en la que viven y de la que no quieren salir. Los que estábamos ciegos, pero nos hemos dejado hacer por Jesús, ahora vemos.
Y al ver, le vemos. No sabemos quién es el que nos habla, pero en el encuentro decisivo, cuando Jesús nos encuentra y nos mira a los ojos, podemos escuchar mudos de asombro: “Lo estás viendo, es el que habla contigo!”
Fuente: caminodeemauschile.blogspot.com