Hace poco tiempo leí un artículo sobre el proceso de elección y comienzo de una carrera universitaria. “Carrera de obstáculos” lo llamaba el autor, y no pude hacer más que estar cien por ciento de acuerdo con esta definición. Porque, a decir verdad, aunque a la hora de terminar el secundario creemos que podemos conquistar el mundo como por arte de magia, la realidad se muestra tal como es mucho antes de que podamos verla venir. Aquellos que tuvimos la bendición de optar por estudiar al finalizar el colegio, sabemos que es un privilegio inmenso y que tiene que ser tratado con mucha responsabilidad para garantizar que el tiempo y sacrificio económico invertidos tengan su valor en el futuro. La mayoría, me atrevería a decir, de los jóvenes que terminamos el colegio y tuvimos que optar por una de las muchísimas carreras universitarias que se nos ofrecía, nos vimos en una situación bastante comprometida en la que demasiados factores influían para tomar una decisión que sería trascendental para el resto de nuestras vidas.
Comienza el último año de secundario y, al mismo tiempo que pensamos en aprobar materias, disfrutar el último año con nuestros compañeros y preparar los festejos de egreso, tenemos que descubrir cuál es nuestra “vocación”. Esta decisión implica además un proceso de conocimiento personal de cualidades y aptitudes que, personalmente, a los 17 años no había logrado. Por otro lado, lo que la familia espera de uno, lo que las posibilidades económicas permiten estudiar, lo que el futuro económico pueda ofrecer, el camino que los amigos vayan a seguir, las materias en las que soy bueno, son sólo algunas de las nubes que oscurecen el pensamiento que debería responder a una sola pregunta: ¿qué quiero hacer en mi vida?
Personalmente, puedo confesar que me siento salida de un molde perfectamente diseñado en base a esta descripción según la cual las posibilidades que mis padres podían brindarme, lo que yo creía que ellos esperaban de mí, mi escasísimo conocimiento de mí misma y de lo que creía que es una vocación, me llevaron a ingresar a e intentar estudiar una carrera que nunca me “enamoró”, por ende, en la cual nunca prosperé.
En el último tiempo, varios años después de terminar el colegio y luego de mucho trabajo intentando comprender por qué no podía encontrar una carrera que me hiciera sentir plenitud, descubrí algo muy simple pero trascendental: la vocación no necesariamente tiene nombre de profesión. A través de los años, siempre traté de involucrarme en actividades que promovieran el bienestar y la dignidad de las personas. Hacer trabajo voluntario en diferentes ONG y asociaciones civiles, y trabajar en empresas comprometidas con sus clientes, me hicieron ver que, cualquiera fuera mi profesión, quería ponerla al servicio de las personas y lograr que el paso de la gente por mi lugar de trabajo resultara una experiencia satisfactoria, especialmente en ámbitos de la salud.
En la actualidad, con algo más de madurez y luego de transitar procesos de conocimiento personal, puedo transitar mis estudios desde otra perspectiva que me ha resultado bastante más motivadora, a partir de lograr comprender que la carrera universitaria puede ser tanto una vocación como una herramienta al servicio para lograr aquello que, como dice el arquitecto chileno Alejandro Aravena, “me permita elegir con libertad como gastarme los latidos de corazón”.