Hace pocos días caminé por un lugar marcado por la pobreza. Subidas interminables, barro que te sube por las piernas sin preguntar, y un viento de esos que si te descuidas, arrasa con todo a su paso. Y eso que fui por tan solo una hora o quizás un poco más.
Imagino cómo debe ser vivir allí, donde ese viento se te filtra hasta por la cerradura de la puerta, aunque recuerdo que quizás nisiquiera tienen y me vuelvo a enfrentar a lo que mis ojos vieron.
Es tanta la necesidad, que ver las casitas a medio terminar y la humedad que allí se respira, es mucho más frío que el viento, tanto así que te hiela el corazón. Te dan ganas de hacer todo y al mismo tiempo el corazón se enfría más al ver que puedes hacer poco o casi nada.
Lo crudo de esta realidad se entremezcla con el cálido sol que pegaba en nuestras cabezas y lo que eso significa para ellos, que con barro hasta el cuello no pueden nisiquiera caminar. Los niños no pueden ir al colegio, nisiquiera salir a jugar, como cualquier niño. ¿Cómo no va a atravesarme el corazón esta realidad?. Cuesta imaginar que haya tanta pobreza, cuando en la misma ciudad se levantan edificios que aspiran tocar el cielo y hay un reloj que marca la hora, el tiempo que estamos viviendo; el tiempo de la desigualdad y la injusticia.
Podrán decir que esa gente lo ha hecho fácil, que es cómodo llegar e instalarse teniendo todo gratis. Pero lo único que me impulsa a apretar estas teclas es afirmar y no perder de vista nunca que me siento Cristiano porque sufro con ellos, porque aunque no vivo allí me duele que ellos tengan tanto que padecer, cuando la vida es tan corta y hay tantos motivos para ser feliz.
Cuando olvido por un rato las carencias, recuerdo los rostros de algunas personas y también de su vivir sencillo, pero al mismo tiempo agradecido. Es un gran bofetón, palpar a través de sus palabras que ellos pese a todo tipo de pobreza que atraviesan, no dejan de seguir adelante, de agradecer a Dios por un día más y no bajar los brazos en la lucha por un mundo más justo y digno.
Pese a que como dije, es poco lo que puedo hacer, mi corazón late más rápido al pensar que puedo y podemos hacer algo, sí podemos, podemos ir y hablarles de Jesús, de ese Jesús amigo que está junto a ellos.
Cuando llegamos a la punta del campamento, allí donde no hay más camino y donde todo lo que veíamos era las maravillas de la naturaleza, me dí cuenta que Jesús allí estaba, viviendo, junto a su gente, junto a los más sencillos… sus predilectos, sin condiciones, sin preguntar si pagaron o no su terreno de la toma. Después de un rato volví a recordar con cierta risa que Jesús también se tomó un pedazo de terreno con la ayuda de sus vecinos y no solo eso sino también un trozo del corazón de cada uno de sus pobladores.
Javier Navarrete Aspée