Reconozco en todo instante
una gran energía en mi interior.
Es como un gran motor
que me ayuda a vivir
y que me impulsa a amar.
Siento con mucha fuerza
que mi gran necesidad
y mi más importante tarea hoy
es aprender a amarme a mí mismo.
Siempre me han enseñado y repetido
que yo debo amar a otros,
a todos quienes me rodean,
a mis amigos y enemigos,
a los que están lejos y a los que están cerca.
No me han dicho tanto, por desgracia,
que yo debo amarme a mí mismo,
que debo conocerme, aceptarme, valorarme,
y vivir contento en mi propia piel.
Me repitieron que debía negarme, rechazarme,
despreciarme y humillarme a mí mismo,
para dejar contento a Dios.
¡Como si la grandeza de Dios
se alimentara de la pequeñez del hombre!
No me dijeron con la misma insistencia
que yo era una maravillosa obra de arte,
hecha con paciencia y con ternura
por el gran artista del universo.
Me ocultaron que Él me amaba locamente
y que conocía todos mis detalles.
Con virtudes o defectos,
enfermo o sano,
alto o bajo,
inteligente o flojo,
no me importa
siento que Dios me ama
de una manera inusitada.
Y por eso desde hoy
emprendo el camino de mi amor.
Quiero amarme.
He decidido amarme.
Con gracia o con pecado,
con aciertos o con fracasos,
piadoso o ateo,
agnóstico o creyente,
con limpias historias del pasado
o con tenebrosas realidades del presente,
necesito amarme.
Y al amarme reconozco, entusiasmado,
la hermosura profunda que hay en mí:
son las huellas digitales de Dios
las que están impresas en mi alma.
¡Dios es fantástico y es sabio!
Haré minuciosamente
el inventario detallado
de tantos dones que de Él he recibido.
Todos los días y a cada rato
Él me hace algún regalo.
Dios no ha sido jamás
mezquino conmigo ni con mi historia.
Al revés: siento mucha emoción
al contemplarlo tan bueno y generoso.
Padre Miguel Ortega