Nos sentamos las dos en el patio, y solo bastaron unos minutos para que esta joven rompiera en un llanto totalmente indefenso.
Angustiada intentaba contarme que lo único que había comido ese día era una taza de agua caliente. Me habló de lo desesperante que era vivir en tal nivel de pobreza.
En mis adentros sólo quería llorar como ella, ¿qué hacer? ¿acaso existían palabras de consuelo para decir? Me sentí tan pequeña…
Pero esta fragilidad era condición para que el Espíritu Santo se manifestase… claro, era necesario darle de comer, pero también un silencio, una presencia simple, una cercanía que no pasaba por los sentidos, que no respondía a nuestro sentido común.
En esos días fue difícil dejar de pensar en todas las carencias que estaría experimentando; sin dejar de pensar en cuántos regalos tengo sin ser siquiera digna de ellos; y sin dejar de admirarla, ya que a pesar de la realidad tan extrema en la que vive, tiene el firme deseo de esforzarse por salir adelante.
Agustina D.
Misionera en el Punto Corazón de Lima – Perú