Hace pocas semanas me di el gusto de hacerme uno de esos “auto-regalos” que a veces uno se hace. Algunas veces han sido zapatos, un celular, o cualquier cosa que puede resultar necesaria o no. Depende como cada uno lo vea. Lo cierto es que en esta ocasión ese regalo no tiene nada que ver con algo material. Momentos así se me habían dado varias veces, generalmente por añadidura a algún momento o espacio de formación personal o vocacional. Pero en esta ocasión no fue así.
De un momento para otro, sin pensarlo mucho, tomé un poco de ropa, un libro, algunas pautas de ejercicios espirituales y partí. Viaje apenas casi dos horas y llegué a mi destino.
Si bien ya estaba de vacaciones, para el común de las personas esto puede resultar una locura.
Una locura irse a un lugar alejado del ruido de la ciudad. Una locura internarse en una rutina con unos hombres desconocidos vestidos de hábito y silencioso trabajo. Una locura dedicar el día entero a la oración. Y bueno, loco y todo, o como quieran llamarme, ha sido el mejor inicio de mis vacaciones. Desconectado del mundo, en absoluta soledad, y aunque te veas rodeado de personas,no estás más que con Dios y nadie más que Dios.
Lo especial de este tiempo de desierto espiritual, fue que no iba a un retiro o jornada con horarios y estructuras. Al contrario, era un momento personal que yo mismo había propiciado y que por lo tanto también debía cuidar.
Mi disposición hizo que en poco tiempo entrara en sintonía a la belleza que significa la Liturgia de las horas. Yo ya tenía experiencia previa con el rezo del oficio, la diferencia estaba en en que vivir unos días como monje significaba santificar el día con mi oración. Y aunque no entendía totalmente el latín y a ratos el sueño me rondaba con firmeza, las ganas y deseos de encontrar a Dios allí, eran superiores.
El desafío mayor fue en los espacios en los que no estaba en el coro con los monjes, o comiendo en el comedor. Tuve que procurar dejar la comodidad de mis espacios de descanso físico y tomar fuerzas. Fuerzas que me llevaron a salir, a buscar, a caminar. En esa búsqueda tuve tiempo para serenarme, para pensar y pedir la gracia del encuentro personal con Dios.
Y así fue. Entre consolaciones y desolaciones, la gracia pedida llegó. Con profunda gratitud por ese Dios que sale a mi encuentro, me pensó y creó, tuvo un sueño para mí y me regaló el Don de la vida. Lejos lo más entrañable es sentirse profundamente amado por Dios.
Un Dios que abraza la propia historia, con todo lo que ella ha traido. Momentos de alegría y dolor, profundas debilidades y desencuentros, frustraciones y desprecios. Un Dios que en su infinita misericordia no busca explicaciones ni justificaciones sino simplemente espera mi regreso.
Una mención grande y especial a María, Virgen fiel y paciente. Tuve la oportunidad de encontrarme con ella en el Rosario, sintiéndome a cada Ave María como un hijo que busca y clama a su Madre.
Regocijo al corazón es saberme deseoso de un tiempo así. Un tiempo especial de gracia para pedir y agradecer. Para sentirme amado y amar profundamente, porque en el Evangelio está dicho:
“A quien mucho se le perdona, mucho amor muestra”.
Javier Navarrete Aspée