Evangelio según san Juan 20, 19-23

jueves, 17 de mayo de

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»

Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»

 

 

 

Palabra del Señor

 

 

 

 

 

 

 

 

¡Qué lindo es poder celebrar la Fiesta de Pentecostés! Fiesta del Espíritu, de la gracia, de la Vida y de la Fe. Fiesta de la Vida compartida en Comunidad, amasada, celebrada. Fiesta de la Iglesia Católica y Universal.

 

Y el evangelio de hoy nos regala la presencia de Jesús que entrega su Espíritu a sus discípulos y amigos. Un fruto de ese Espíritu es el don de la paz. Pero no cualquier paz, sino la paz que solo puede dar Dios. No es la mera ausencia de guerras, ¡que ya es mucho!, sino el orden de todo respecto del Plan Original de Dios para todo lo creado, especialmente para el hombre: amar y servir en todo y a todos y todas. ¡Esa paz sí que es duradera! Es paz que viene a anidar en el fondo del corazón de cada uno de nosotros y nos alimenta a soñar la utopía de un mundo más justo, más fraterno, más humano. Más digno de ser vivido. Un mundo en paz no es un mundo sin conflictos solamente sino un mundo donde todos los hombres se sienten parte de la fiesta y del encuentro, poseen la integridad de sus derechos y obligaciones y tienen acceso a Tierra, Techo, Trabajo, pan, justicia social. Un mundo donde el mal es vencido definitivamente por el poder de la gracia del Espíritu de Jesús que hace nuevas todas las cosas y viene como fuego ardiente a habitar en nuestros corazones para apasionarnos por el Bien y la Verdad.

 

Creo que es el lugar donde me gusta colocar al Espíritu: en medio el pecho, en un corazón que se inflama por amor y se anima a dar pasos concretos para pasar del pensar al decir y del decir al hacer. Un fuego que abrasa el alma y potencia lo mejor de nuestra originalidad y nos levanta, nos hace palpitar y latir al ritmo de la Palabra y del Corazón de Jesús. Un fuego que apasiona y nos da la capacidad de hacernos lo más parecidos a Dios: perdonar.

 

En el evangelio de hoy queda patente: la capacidad de perdón la entrega Jesús a todos los discípulos, a toda la Iglesia. Es decir que el perdón de los pecados no está reservado a un grupo selecto de escogidos o elegidos, una élite espiritual. ¡Nada de eso! Toda la comunidad es la encargada de poder entregar y recibir el perdón de los pecados.

 

Entonces es aquí donde radica el secreto resorte de un mundo en la paz que Dios nos quiere dar. La paz es directamente proporcional a la capacidad de dar y recibir el perdón. El secreto de poder ser discípulos de Jesús es perdonarnos unos a otros. El poder del fuego sagrado que arde en el pecho y nos impulsa a la construcción de un mundo nuevo empieza por la capacidad de perdonarnos los pecados unos a otros.

 

¡Esto sí que es fuerte! Pero es a lo que nos tenemos que animar. Porque de la misma manera que la paz de Jesús no es la ausencia de guerras, el perdón no será la mera capacidad de soportarnos mutuamente, sino de aceptarnos en la diversidad de lo que somos y sentimos. Perdonar que no es olvidar. Perdonar que no es un mero borrón y cuenta nueva, sino que es descubrir en mí la capacidad de renunciar al pretendido derecho a réplica o venganza, renunciar al empedernido derecho a tener siempre razón, a buscar el “diente por diente”, a obrar desde las heridas que la vida u otro me han causado. Perdonar es pasar por alto todo esto y buscar la aceptación en paz de “todo el otro”, con sus luces y sombras, con sus posibilidades infinitas de hacer el bien pero al mismo tiempo de albergar las grandes canalladas, de saber que todos “tenemos grises” y nos aceptamos en la diversidad y que ahí radica nuestra grandeza.

 

Si queremos cambiar el mundo, empecemos por lo sencillo, pobre y cotidiano: cambiemos nuestro corazón, por la fuerza del Espíritu, a imagen del Corazón de Jesús. Cambiemos nosotros y nuestro modo de sentirnos en Iglesia y vamos a ver cómo cambia toda la realidad.

 

Hermano y hermana, que tengas un hermoso domingo de Pentecostés y será si Dios quiere, hasta el próximo evangelio.

 

Oleada Joven