El pozo de Siquem

lunes, 30 de julio de
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“Porque dos males ha hecho mi pueblo:

Me han abandonado a mí,

que soy fuente de agua viva,

y han cavado para sí pozos,

pozos agrietados,

que no retienen el agua.”

Jeremías 2:13

 

Todavía estaba oscuro… escapé corriendo con todas mis fuerzas y mi aliento. Huía de mi propia sombra… de mi horrendo pecado.

No había nadie, todo estaba desierto, y sin embargo yo me sentía observada y perseguida por miles de ojos.

Corrí, corrí hasta desvanecerme, y cuando ya casi no podía dar ni un paso más, creí vislumbrar un pozo: un pozo de agua… pero mis ojos se cerraron.

Cuando recobré el sentido, el sol quemaba y mi garganta ardía. A rastras titubeantes me dirigí hacia el vergel… su sola sombra ya refrescó mi piel. Los segundos parecieron horas cuando por fin escuché el sonido del balde al chocar contra el agua. Con mis últimas fuerzas lo subí, y en ese momento, apareció Él.

Me sobresalté. Pensé que venía por mí, que era uno de mis perseguidores, y que sabía lo que yo había hecho… Como leyendo mis pensamientos y la agitación de mi corazón dijo en tono tranquilizador: Tengo sed, dame de beber.

Dudé. Yo tenía más sed que Él. Y mi Vida estaba en juego. ¿Por qué habría de arriesgarla por un -hasta entonces- amenazante desconocido?

No me atreví ni a mirarlo a los ojos, perseguida por el pensamiento de que Él sabía quién era yo, el motivo por el cual había escapado y quienes me perseguían.

Quise interrogarlo pero de mi garganta reseca solo salió un graznido. Le extendí el cuenco con agua. Entonces, Él habló con voz melodiosa: sé lo que esta agua significa para ti: Vivir o morir. Y a pesar de ello me diste de beber primero a mí. ¡Te lo agradezco, Mujer!

Entonces me atreví a levantar la mirada y buscar sus ojos. Como atravesada por un rayo, caí de rodillas. Sólo pude abrazar sus pies y besarlos con devoción. En silencio, tomó mi mano y me invitó a ponerme de pie. Y dijo: Has encontrado dónde calmar tu sed: ¡Vive!

Quise mirarlo nuevamente y la luz me encandiló. Cerré los ojos y dejé que el sol acariciara mi rostro. Sonreí con paz. Cuando los abrí, Él ya no estaba. Se había marchado. Miré alrededor buscándolo, y cuando bajé mi mirada descubrí que mi sombra también había desaparecido.

 

Gabriela Arce