Cuando Jesús terminó de decir todas estas cosas al pueblo, entró en Cafarnaúm. Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor. Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: «El merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga».
Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo –que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes– cuando digo a uno: “Ve”, él va; y a otro: “Ven”, él viene; y cuando digo a mi sirviente: “¡Tienes que hacer esto!”, él lo hace».
Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: «Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe». Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.
Palabra del Señor
P. Héctor Lordi sacerdote de la Orden de San Benito del Monasterio de los Toldos
Jesús hace un milagro en favor de un extranjero. Este extranjero además, es un oficial, jefe de una centuria del ejército romano. O sea tenía 100 soldados a su cargo. Según los informes que le dan a Jesús, es una buena persona, simpatiza con los judíos y les ha construido la sinagoga. La actitud de este centurión es de humilde respeto.
No se atreve a ir él personalmente a ver a Jesús, ni lo invita a venir a su casa, porque ya sabe que los judíos no pueden entrar en casa de un pagano. Pero tiene confianza en la fuerza sanadora de Jesús, que él relaciona con las técnicas de mando y obediencia de la vida militar. Que era lo que sabía por ser militar. Jesús alaba la fe de este extranjero. Después de tantos rechazos entre los suyos, es reconfortante encontrar una fe así. Les digo que ni en Israel he encontrado tanta fe, dijo Jesús.
Cuando Lucas escribe el evangelio, la comunidad eclesial ya hacía tiempo que iba admitiendo a los paganos a la fe. Podemos preguntarnos: ¿Sabemos reconocer los valores que tienen “los otros”, los que no son de nuestra cultura, raza, lengua, religión? ¿Sabemos dialogar con ellos, y aceptar lo bueno de ellos? ¿Nos alegramos de que el bien no sea exclusivo nuestro? La actitud de aquel centurión y la alabanza de Jesús son una enseñanza para nosotros.
Nos ayuda a que revisemos nuestros archivos mentales, en los que muchas veces, a las personas, por no ser de los nuestros, las dejamos de lado. Tenemos que reconocer que la fe es un don de Dios. Es puro regalo de Dios. Me impacta mucho cuando encuentro fe más allá de las fronteras de la Iglesia. Muchas veces quedamos chiquitos ante gente que no es de la iglesia pero que tienen mucha fe, tienen muchos valores. La Iglesia, en el Concilio Vaticano II, se abrió más claramente al diálogo con todos: los otros cristianos, los creyentes no cristianos y también los no creyentes.
¿Hemos asimilado nosotros esta actitud universalista, sabiendo dar un voto de confianza a todos? ¿O estamos encerrados en una burbuja dorada? ¿Somos como los fariseos, que se creían justos y miraban a los demás como pecadores? Tenemos que empezar nosotros por ser humildes. Antes de recibir la Eucaristía repetimos lo del centurión romano: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Qué esto no sea solo palabras sino una actitud interna. Sintámonos pobres de corazón. Qué Dios que a todos nos ama nos bendiga y llene nuestro corazón de paz y de alegría, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.