Evangelio según San Lucas 3,1-6

viernes, 7 de diciembre de
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El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías:

«Una voz grita en desierto:
Preparen el camino del Señor,
allanen sus senderos.
Los valles serán rellenados,
las montañas y las colinas serán aplanadas.
Serán enderezados los senderos sinuosos
y nivelados los caminos desparejos.
Entonces, todos los hombres
verán la Salvación de Dios».

 

Palabra de Dios

 


Padre Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharram

 

 

Gritar en el desierto. ¿Qué sentido puede llegar a tener este pasaje del evangelio que proclamamos hoy en nuestra liturgia? ¿De qué sirve gritar? ¿Y más aún en el desierto? 

 

Necesitamos meternos de lleno en la mentalidad de la época de Jesús para poder entender que el desierto es el lugar alejado, solo, inhóspito a la comodidad humana, en el que Dios ha hablado a sus amigos a través de los siglos. En el desierto no pareciera haber nada. Sin embargo está cargado de todo. Las grandes epifanías ocurrieron en el desierto según la Biblia. 

 

En este segundo domingo de Adviento una de las propuestas del evangelio será la de ir nosotros también al desierto para poder escuchar. ¿A quién? A nosotros mismos, a la Casa Común, a los hermanos y fundamentalmente a Dios. Porque a Dios siempre se lo ha escuchado en el desierto. 

 

Claro que esto no implica sacar un pasaje en avión para ir al Sahara o meternos en el desierto de la Patagonia. Es algo mucho más profundo. Es en medio de nuestra abultada, repleta, veloz y feroz agenda, tomarnos un tiempo a solas para estar con Dios. 

 

Ya no se trata de un lugar geográfico sino de un espacio existencial: abrir la mente, el alma, el espíritu y el corazón, serenarnos, calmarnos de la rutina de vértigo y vorágine y hacer silencio. No solo callarnos la boca y dejar de hablar. No. Se trata de algo más profundo. Se trata de ir al desierto. Un lugar inhóspito para nuestra zona de confort y donde no somos nosotros los que manejamos la cosa sino que es otro quien la lleva adelante; un espacio en el que no somos especialistas; un clima al que no nos podemos acostumbrar; una zona que porque pareciera estar plagada de nada, está llena de todo. 

 

Y allí gritar y escuchar el grito. O la palabra. O el susurro de Dios. Ir a un lugar en el que no juguemos de local a qué Dios nos sorprenda. Y dejarnos sorprender por Dios. ¡Cuánta falta nos hace todo esto! Especialmente a nosotros que vivimos metidos en una cultura del divertimento y la diversión que nos llevan justamente a la división y al la no unificación. El mal espíritu busca dispersarnos para no pensar en las grandes cosas de la vida, las preguntas existenciales, quién soy, de dónde vengo y a dónde voy… 

 

El Adviento es ese lindo tiempo para animarse a ir al desierto. Descalzarse y hacer un buen rato de silencio. Y escucharnos. Y escuchar a Dios. Y escuchar el clamor de tantos hermanos. Y escuchar el latir de la Casa Común. 

 

Hacé la prueba. Tomate un día de desierto. Apagá la tele, la radio, Spotify. No respondas por un rato los mensajes de Whatsapp. No subas fotos que no valen la pena a Instagram ni comentes historias. Los perfiles de Facebook y Twitter pueden esperar. Hoy es un tiempo de desierto, especial para vos. Así gritamos en el desierto. Así preparamos los caminos del Señor. Así vivimos un Adviento que valga la pena de ser vivido. 

 

Feliz domingo de desierto de la mano de aquel que en el desierto se dejó tentar y venció.

 

 

Oleada Joven