La lluvia abre a trémulas resonancias del recuerdo. Moja de paciencia a todo cuanto en el corazón no está aún resuelto.
Es el cielo que llora para este tiempo, para encariñarnos con las preguntas que tememos escuchar, para abrir las habitaciones que están como cerradas, para aceptar las situaciones que son como libros escritos en otro idioma. Lluvia que da templanza a los días grises, que impregna los jardines con sus notas.
Es la lluvia que nos roba los momentos: los abrazos que prometimos dar. Nos asalta el tiempo que era para los otros. Que nos quita la voz, y nos da el silencio de los bares sin gente, de las plazas sin pájaros.
Estos días de otoño, de arte forzada y soledad obligada, nos hacen entender que, aunque los otros no estén con una presente sonrisa, están con más fuego que nunca en el corazón porque se extraña.
Estos días nos dan la oportunidad de un reencuentro. No en plazas, ni boliches. Un reencuentro con nosotros mismos, con la calidez de esa intimidad que hemos dejado olvidada en un cajón. Una oportunidad para priorizar lo verdaderamente importante, y dejar de lado aquello que relativizamos en lo cotidiano y efímero del tiempo que pasa durante el año.
Estas horas nos dan una chance para revisar nuestros pasos y decisiones, para leernos los libros que no pudimos el verano anterior, para ver y charlar algo que nos lleve a una perspectiva más amplia de la vida. La oportunidad de un reencuentro con los que siempre están a nuestro lado, que muchas veces, en realidad, son aquellos con quienes menos solemos estar.
Este es un tiempo de amor profundo en la oración, en la Palabra con Aquel que no pierde oportunidad para hablarnos. Un tiempo para religarnos a las manos que solemos soltar, al corazón que ama escuchar y abrazar nuestra debilidad. Tiempo para Dios en los otros, en la escucha y cercanía.
Un tiempo para meditar, pero no como una simple reflexión que hacemos cuando pasamos por nuestra vida. Tampoco se trata de pensar, o considerar un asunto con atención o detenimiento. Pues, a veces, creemos que la meditación es solo un cuidar, un volver la mirada sobre uno mismo y descubrir una afección para poner remedio a una enfermedad. Pero la meditación es más que eso, implica darse esa oportunidad de bajar al interior: a las raíces más profundas. Meditar es rumiar en el corazón las decisiones que nos hacen tomarle el peso a las situaciones y a las cosas, plasmando un proyecto de vida que nos constituya como hombres; sabiendo que somos como la aurora: con luces y sombras. La meditación que, a veces, se convierte en un mar tormentoso, agitado, que después de la turbación encuentra su calma en la aceptación de los propios límites, y en el arte de vivir cada día buscando el sentido y la verdad.
Esa es la lluvia. La lluvia de arte que moja el corazón en los tiempos de cuarentena, en los tiempos de resguardo y ensimismamiento. Una lluvia que lava los ojos del alma para poder ver más allá de lo común en lo cotidiano. Una lluvia que nos abre a la esperanza de otros tiempos, distintos.
Dejemos entrar esa agua en nuestro corazón. Dejemos empapar nuestra mente para poder florecer todo aquello que podemos hacer desde el hogar, desde la intimidad de nuestra familia. Bebamos de esa agua para esta marcha en el desierto de cuarentena. Para así poder llegar pronto al mar, y provocar el exilio, ese paso a una tierra mejor, a una vida mejor, a un tiempo mejor.