“La mediocridad, posiblemente, consiste en estar
delante de la grandeza y no darse cuenta”
G. K. Chesterton
Por nuestra formación o por la dinámica de nuestro tiempo se nos dice y vuelve a repetir miles de veces que “cada uno es forjador de su propio destino”, que “hay que dejar la camiseta en la cancha”, que “el esfuerzo y el sudor siempre trae las mejores recompensas”… y miles de otras frases al estílo. Y se nos meten primero en la mente y luego en el corazón.
Por supuesto que las cosas se obtienen después de esforzarse mucho, que el trabajo forma parte de la vida, que los logros implican mucho esfuerzo, lágrimas y sudor… Pero también conocemos miles de cosas que se obtienen desde la gratuidad, que no hay que pagar para conseguirlas. Simplemente nos llegan, incluso sin merecerlas. El primer ejemplo, y quizás el más gráfico, es el don de la vida… ninguno de nosotros hizo nada para merecerla, y sin embargo gozamos de ella. Después le siguen el cariño de nuestros seres queridos, su cuidado y protección. Además el sol tibio en el invierno, los días que pasan unos tras otros, las estaciones… Dios “hace salir el sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores”. Incluso mientras va pasando el tiempo nuestro cuerpo crece, nuestra inteligencia también, y no necesariamente hacemos algo para que esto ocurra, simplemente se da así y es una realidad.
En el domingo del día del Padre la liturgia nos regalaba el texto del evangelio en donde Jesús compara “al reino de Dios con un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 4, 26-29).
Los proyectos de Dios para nuestra vida la mayoría de las veces tienen éstas mismas características, sea que nosotros trabajemos o descansemos, hagamos más o menos por conseguir lo que queremos… incluso equivocándonos en el camino, Dios nos va trabajando por dentro y su semilla va creciendo. Y ésto nos libera de presiones o del sentimiento de creer que absolutamente todo depende de mí y de mi esfuerzo. Los grandes acontecimientos de la vida son gratis, son regalos que recibimos sin merecerlo.
Además, también nos dice Jesús en el evangelio que “mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn 5,17). Muchas veces mientras vamos caminando las promesas de Dios para la propia vida, toca pararse con confianza, esperar y dejar que Dios actúe. Y esto no implica quedarse de brazos cruzados… La espera es trabajo, y más cuando para que sea fructífera la espera tiene que ser acompañada de confianza. ¿Confianza en qué? En que Dios siempre llega a tiempo, en qué Él está más interesado que nosotros mismos en llevar su obra a cabo en nosotros, en que nunca va a abandonar la obra de sus manos…
Esperar casi siempre va de la mano de la oración, quizás el mejor lugar donde Dios nos puede ir trabajando. “Acá estoy Señor, te pertenezco. Te pido con humildad que lleves a término la obra que iniciaste en mí el día que me llamaste a la vida. Soy barro blando entre tus manos amorosas. Enseñame a aceptarme cómo soy, mientras voy caminando a ser lo que vos soñaste en mí”.
Sólo desde este lugar el trabajo y estudio de cada día, la búsqueda por mejorar y crecer, puede dar buenos frutos.