No son los rostros, ni los acontecimientos, ni las acciones, ni las cosas. Es la profundidad de un rostro, de un acontecimiento y de un acto lo que puede llegar a transfigurar nuestras vidas. Es cuestión de una mirada que se va ahondando, una mirada que se nos regala y que a la vez la vamos aprendiendo con paciencia.
Es la mirada de un amor no condicionado la que transfigura la vida de Jesús y la que irrumpe en su cuerpo y en sus ojos en forma de una luz suave e intensa que impacta a sus discípulos. Es recibirse de esta mirada lo que hace que Jesús pueda irradiar y atraer a otros a ese espacio sin temor, sin juicios que enturbien la realidad y la deformen. Una mirada que nos revela nuestra verdad más honda: “somos criaturas profundamente amadas”, más adentro de mi trajín, de mis miedos, de las imágenes que tengo o que otros tienen de mí. Esa es la mirada verdadera sobre nuestras vidas, la que despierta las fuentes de amor dormidas en nosotros. Esa es la mirada de aceptación que nos cura de nuestro desasosiego y nos lleva decir con Pedro “ ¡qué bien estamos aquí!”.
El rostro de Perico se iluminó en aquellos instantes para mí. El borracho de nuestro barrio había hecho de su casa un lugar donde otra gente muy herida podía “ poner sus tiendas ”, descansar un rato, comer algo y compartir un poco de compañía y calor. Allí recibí el regalo de este hombre que, en su fragilidad y en su enfermedad, tenía para otros una mirada que los salvaba. Así de inesperados son los misterios de la vida y del corazón humano. ¡Quién nos diera ojos para llegar a verlos!