Recibo desde el Japón la carta de una monja desconocida que me escribe para decirme que se ha enterado, no sé cómo, de que mis riñones no están muy católicos y que ha pensado que ella sería muy feliz dándome uno de los suyos, porque, aunque tiene setenta y un años, sus riñones están formidables, como de veinticinco. Ella «no entiende de enfermedades ni de trasplantes, pero sí entiende un poco de amor», y sabe que lo que damos «se multiplica por millones de millones». Así que, nada, «pregunte usted al médico, y si le dice que sí, me avisa inmediatamente para preparar el viaje y allá voy al momento».
Voy a contestar a esta monja que en su carta me ha dado ya su corazón, que por lo que veo es aún más joven que sus riñones. ¡Porque toda su carta chorrea tanta alegría juvenil!
En mís artículos he dicho ya más de una vez que en este mundo sólo hay una cosa más hermosa que la cara de un niño: la de un anciano o una anciana que sonríe. Porque un viejo que ha mantenido la alegría es como un niño multiplicado y no hay nada de tan alto calibre como un amor de setenta años.
El de esta monja que me escribe es asombroso. «En cincuenta y dos años que llevo de religiosa -me dice- nunca me ha desilusionado Jesucristo», y por eso se levanta «cada mañana con una nueva juventud, con un nuevo entusiasmo de trabajar por Él, de quererle y hacer que le conozcan y le quieran; con una nueva alegría, con una nueva ilusión, como una novia recién estrenada.
Pero ¿es que se puede llegar a los setenta años «como una novia recién estrenadas? Si, cuando se ha descubierto, como esta religiosa, que «la verdadera felicidad está en hacer felices a los demás. ¡Eso sí que es la gozada de las gozadas! ».
Una gozada que, con frecuencia, se vive cuesta arriba. Porque esta monja, que se marchó al Japón hace treinta años, tiene aún una conmovedora nostalgia de España y de los suyos y porque ha tocado con sus dedos ese llegar a las misiones ardiendo de deseos y sentir que «al encontrarse con la realidad se le cae el alma de las manos al descubrir que al mundo en tinieblas no le importa nada la luz», al conocer «la soledad y el vacío y todos esos minimartirios que sólo quedan entre Jesucristo y el alma».
Pero el gozo está precisamente en los demás. El ayudar -aún ahora, jubilada- a «las distintas pobrezas de la sociedad: solteronas solitarias sin cariño, viejitos y viejitas de hospitales en un estado lamentable y los pobres de los pobres: los encarcelados». Y quererles sabiendo que «si Jesucristo es mi vivir, mi hermano tiene que ser mi vivir, y que si Jesucristo es antes que yo, mi hermano tiene que ser antes que yo. Y decirle a Dios: “Te quiero con locura, y no tengo más que a mi hermano para hacerte feliz a ti.”»
Esta religiosa no lo sospecha, pero -con su gozo, con la luz de sus palabras- su carta me ha traído un verdadero trasplante de corazón. ¡Ah, si todos viviéramos como novios recién estrenados!
José Luis Martín Descalzo
en “Razones para el amor”