Los calcetines

martes, 10 de diciembre de

Rosario Bofill acaba de contar en un precioso libro -Tiempo de Dios– una experiencia que seguro que comprenderán y compartirán muchas madres de familia. Un día, cuando sus hijas eran ya mayorcitas, quiso comprobar qué habla quedado de su educación en los años infantiles. Durante ellos, Rosario se había esforzado por meter en las cabecitas de sus hijas algunas frases que esperaba fuesen, para ellas, fundamentales. Palabras como «gracias» o «perdón» se las repitió tercamente en aquellos años, confiando en que quedarían impresas en la blanda cera de sus almas infantiles. Pero cuando quiso comprobar qué había quedado de todos aquellos consejos, comprobó que sus hijas no recordaban ni una sola de aquellas frases que ella esperaba fuesen decisivas.

De pronto, una de las niñas dijo: «Lo que yo si recuerdo muy bien son los calcetines.» Ahora la sorprendida fue la madre. «¿Qué pasaba con los calcetines?» La pequeña lo explicó: «Tú venías por la mañana a despertarnos. Nosotras estábamos aún llenas de sueño y de pereza y sacábamos sólo un pie entre las sábanas. Entonces tú nos ponían un calcetín. Luego sacábamos el otro pie y nos ponías el otro, mientras nosotras nos íbamos despertando. De eso sí tenernos un buen recuerdo.»

La madre se quedó pensando que las palabras eran sólo palabras y se las llevaba el viento. Y que, en cambio, un gesto de amor queda para siempre.

Ahí está la clave de toda educación. Y de todo influjo en los seres humanos. Los niños -que son mucho más listos de lo que creemos- lo saben muy bien y distinguen perfectamente entre las palabras bonitas y la gente que les quiere de veras. Pero los adultos parece que no queremos enterarnos. Y un día nos sorprendemos al ver que los pequeños se han quedado con todo lo que menos esperábamos.

Recuerdo de mis años de profesor de literatura que mis alumnos se combinaban para sacarme siempre, al principio, todos los temas imaginables de conversación para acortar así el tiempo de la clase y retrasar, sobre todo, mis preguntas. Yo era perfectamente consciente de sus intenciones, pero no me preocupaba «perder» diez minutos de explicaciones para charlar con ellos so- bre los sucesos del día. Hablábamos de la vida, del mundo, y ya siempre pensé que enseñar literatura no era sólo explicarles las formas de expresión, sino ayudarles a comprender lo que les rodeaba. Y muchos años después, charlando con mis antiguos alumnos, he comprobado que a todos les eran más útiles aquellos minutos «perdidos» que todas mis explicaciones teóricas posteriores. Aunque sólo fuera porque en aquellos prologuillos de la clase yo conseguía ser su amigo además de su profesor.

Hemos creído demasiado, me parece, en las ideas y poco en las vivencias, olvidando que el hombre es mucho más que su cabeza. Y no hemos querido entender -tal vez porque las palabras son más cómodas que las acciones- que a todos nos sale por un oído lo que por el otro nos entra y que, en cambio, permanece lo que nos entra por los ojos y se queda en el corazón.

Tal vez por ello han fracasado o se han quedado cortos la mayoría de los cambios y las revoluciones: porque la mayoría de los reformadores se quedaban muy satisfechos cuando hablan redactado preciosos textos que recogían sus ideas, pero no se planteaban a fondo la reforma de las personas.

Así nos sucedió con el Concilio: se hicieron preciosos textos y constituciones doctrinales. Pero los cristianos siguieron sin cambiar. Por eso fracasaron casi todas las constituciones políticas: porque después de anunciarse muy bien todos los derechos, los ciudadanos seguían siendo egoístas, ambiciosos, violentos o autoritarios como antes de ellas. Por eso muchos padres se preguntan dónde aprendieron sus hijos tantas cosas que ellos no les enseñaron.

 

Por eso, en cambio, los que se dedicaron a sembrar las infancias de sus muchachos de gestos de amor saben que, antes o después, cuando pase el tiempo de las palabras, cuando el viento se lleve las ideologías que alguien les prendió con alfileres, lo que les quedará en el recuerdo serán aquellos gestos, el cariño con que pusieron unos calcetines, la ternura que hubo durante una enfermedad, el amor silencioso de las horas oscuras.

Cierro ahora mis ojos, ¿y qué queda de mi infancia? Nada recuerdo de los verbos irregulares, seguro que no sé resolver los quebrados, me atascaría en la lista de los ríos de Europa. Pero no he olvidado ni uno de los rostros de los que me quisieron y me enseñaron a ser feliz.


José Luis Martín Descalzo

Razones para el amor 

 

Milagros Rodón