Una de aquellas noches las lágrimas subieron a sus ojos. Comenzó a recordar. Y, con los recuerdos, vio su salvación. En verdad que era un pecador bastante poco pecador, un pecador bastante infantil. Su mismo modo de despilfarrar demuestra que su problema era más de falta de cabeza que de retorcimiento en el corazón. G. Thibon ha observado con agudeza que si este muchacho hubiera depositado su fortuna en valores bancarios, jamás habría regresado a su casa. Pero este muchacho era un pecador que desconocía el cálculo. Pecaba como se ama, calientemente; no como se odia, en frío. Su pecado le manchaba, pero no le corrompía. Por de pronto sigue acordándose desu casa, sigue queriendo a su padre, sigue sintiéndose hijo, sigue recordando que su padre es bueno y perdonador. Por otro lado no es suficientemente orgulloso como para ignorar que está mal. Reconoce que hasta los jornaleros de su casa están mejor que él, que hace días se sentía el hombre más importante del mundo. Y eso demuestra no poca sinceridad. Tampoco es muy grande su orgullo cuando le quedan fuerzas para volver.
Es claro que todo lo hace movido por el hambre y no por el amor hacia su padre o por el reconocimiento de su error. Pero lo importante es que la luz entra en su alma, aunque sea por el camino del hambre. Vive aquello que escribiera Peguy: la gracia de Dios es terca, si encuentra cerrada la puerta de la calle, entra por la ventana.
Cuando decide volver lo hace con un planteamiento melodramático:se imagina que su padre le recibirá como jornalero, ya que no como hijo. En parte, porque aún no sabe lo bueno que es su padre. En parte, porque, en el fondo, le gustaría ser castigado, así sentiría el orgullo de ser un gran pecador. Era, como se ve, un poco fantasmón,pero seguía siendo un buen muchacho.
El padre en la ventana
Realmente es un poco extraño que esta parábola sea conocida como la del hijo pródigo, cuando su verdadero protagonista es el padre. Rembrand, en el cuadro más importante que se ha pintado sobre la escena, lo comprendió muy bien: el hijo queda a la sombra,de rodillas, dando la espalda al espectador, con el rostro escondido en el seno del padre. De la sombra emergen sus gastados zapatos y sus harapos. En cambio, el manto del padre brilla en el centro del cuadro y su rostro irradia toda la luz. Es un rostro de anciano venerable, con ojos de haber llorado mucho; un rostro que «fue» enérgico y en el que ahora sólo queda una bondad enternecida. Sus manos temblorosas siguen apoyadas en los hombros del muchacho, como para protejerlo y retenerlo a la vez. De pie, de perfil, otro personaje: el hijo mayor. En su actitud todo es un reproche a la conducta de su padre. El peinado subraya la estrechez de la frente. Las cejas fruncidas, los labios con una mueca siniestra, mientras las manos parecen concentrar, en su contracción nerviosa, toda la repulsa que siente ante ese padre que,para él, ha perdido toda su dignidad y señorío.Todo ese mundo de sentimientos, que el genio del pintor supo captar, está también genialmente resumido en las pocas líneas de esta parábola, una de las páginas de mayor hondura psicológica de la Biblia entera.
El padre había dejado marchar a su hijo. Había respetado su libertad con aparente desinterés, pero con el corazón, en realidad,destrozado. De hecho, el paso de los días no había hecho otra cosaque aumentar la necesidad que tenía del regreso del muchacho. El le conocía bien. Sabía que aquello había sido una calaverada: el muchacho no era malo. Volvería.
Y porque sabía que volvería, se pasaba las horas muertas en laventana, fijos los ojos en el camino por el que partió.
¿Cómo pudo reconocerle en la distancia? Partió a caballo, y regresaba a pie; se fue vestido de sedas, y volvía envuelto en harapos;marchó joven y reluciente, y venía flaco y envejecido. Nadie le hubiera reconocido. Nadie que no fuera su padre. El, sí. Y no supo esperar, digno, a que el muchacho llegara a arrojarse a sus pies.Cualquiera lo hubiera hecho. ¡Es tan agradable mostrarse ofendido,ver cómo alguien viene a postrarse ante nosotros, sentir luego la dulzura de perdonar comprobando lo magnánimos que somos! Pero este padre, no. Salió corriendo con toda la prisa que le permitían sus piernas y sus pulmones, abrazó a su hijo antes de que él pudiera pensar en abrazarle. Y le cubrió de lágrimas y besos. Como ha escrito Cabodevilla, mientras el arrepentimiento anda a su lento paso, la misericordia corre, vuela, precipita las etapas, anticipa el perdón,manda delante, como un heraldo, la alegría.
Y es que en realidad este padre tiene más necesidad de perdonar que el hijo de ser perdonado. Con el perdón, el hijo recupera la comodidad, el padre recupera el corazón; con el perdón, el muchacho volverá a poder comer, el padre volverá a poder dormir.Y se trata de un perdón verdadero: desbordante, sin explicaciones,sin condiciones ni promesas, restallante de alegría. El padre ni siquierapregunta por qué ha vuelto su hijo. ¿Por hambre, por amor? ¿Ha vuelto y volverá a marcharse tal vez en cuanto logre más dinero? Nada de esto pregunta. Lo primero es abrazar. Lo demás ya se sabrá luego. O nunca.
Pero el muchacho ha preparado su «discursito» y, en cuanto el padre se detiene un minuto en sus abrazos, lo suelta para quedarse tranquilo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. El padre no puede creer a sus oídos ante las tonterías que está oyendo y sin dejarle llegar al disparate mayor (esedel «trátame como a uno de tus jornaleros») se pone a gritar que preparen un banquete, que traigan los mejores vestidos y las joyas más caras, porque éste mi hijo (y ¡cómo lo subraya!) que había muerto,ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y comenzó el banquete.
José Luis Martín Descalzo
Vida y misterio de Jesús de Nazareth
Tomo II pag 277-279