EL AMOR, HOY

jueves, 11 de diciembre de
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El amor, hoy

(Este creo que sí se adapta a la línea editorial de Radio María)

 

 

Nadie tan peculiar como ella entre las mujeres de la ciudad, era en todo sentido primorosa, ya como mujer, ya como persona. En la ciudad mucho se rumoreaba sobre sus amoríos, de hecho, en la ciudad no hacían sino hablar de ella, y de sus relaciones con los hombres, pero la verdad era que estaba sola, y con ganas de comenzar una nueva vida, claro, entendiendo que no por ello nacería de nuevo, o que transformaría toda su vida. Aunque, la verdad, para ella la vida había sido de constantes transformaciones, de la eterna metamorfosis ante el mundo, todo según las cosas. Ah, las cosas. Todo era más fácil cuando no tenía que preocuparse por el dinero, cuando dependía de sus padres. Pero hace tiempo que había decidido irse a vivir sola, persiguiendo su suerte, siempre escurridiza y atareada: era secretaria y locutora aficionada, y tenía dos caras, una la que plasmaba para el mundo, y otra la que tenía con los hombres, sus fugaces amantes. Una la común, otra la excepcional. Había concluido que todo lo que hacía con la primera cara era por dinero, y sólo lo que hacía con la otra cara era por amor. Aunque siempre fue comedida con todos, con el prójimo, diríamos. Para el mundo, pensaba, lo único que importa son las cosas y el dinero, lo acepten o no. Ella conocía la diferencia entre la hipocresía del mundo y el comedimiento con el prójimo. No es necesario, para dar amor, hacer más que lo que nos exige la naturaleza, dice la primera. Mas el amor del otro requiere darlo todo, teorizaba, pero no como los hipócritas que sólo lo hacen para ser más hipócritas, sino con el corazón. Esto mismo decía, como asimilando la vida, y esto mismo la condenaba, pues ¿cómo dar nada sin darlo con el corazón? Aunque nunca concluirían en esto los artífices del mundo. Lo acepten o no, es así, pensaba. Pero ella no hacía sino lo que le dictaba la naturaleza, ser hipócrita y fingir, y no vivía sino para las cosas y el dinero. Forzosamente tenía que aceptarlo, pues no sabía de la ciudad sino lo que hablaban de ella. Nunca había hecho nada por nadie más que lo ordinario, y ningún legado dejaba al mundo más que su oscura vida. No había cumplido la promesa que hizo a instancias de su abuela: ser una mujer de bien, y se daba cuenta que no legaría al mundo más que sus desgracias. Forzosamente o no forzosamente, nada tenía sentido. ¿Qué va a pasar en el cielo cuando Dios le pregunte: Qué has hecho por mí en el mundo? Dios no hará sino reprenderla y quitarle todo lo suyo para dárselo a quien sí tenga lo que hay que tener.

Vivía una vida ajena, irreal. Todos pueden amar, todos pueden venderse, todos pueden amar, todos pueden comprarse, esa era la consigna y la regla. ¿Pero qué de los marginados, de los excluidos? Los que nada pueden hacer, aunque asimilen su estigma. Los soledosos y su soledad, de la que se burla el diablo. ¡Ya no vivamos de la soledad, de la nada! Los guardianes de las tinieblas, que nada pueden hacer contra ella, la sombra de la muerte, ni nada pueden pedirle a ese dios menor más que la melancolía, con la que más vale no tranzar ni abusar del cobijo de su sombra, aunque siempre se podrá consentir con la piedad que ella brama. Tampoco veamos lo que el otro tiene para envidiarlo, y querer lo mismo para uno, pues ¿cuál será nuestra originalidad, nuestra vida, nuestra entrega? ¿Lo aceptaremos? No echemos la culpa a los mandatarios de todos los males del mundo. No nos hagamos tanta mala sangre por sus chanzas. ¿Aceptaremos esto? Si somos empleados, trabajadores, no vivamos pensando sólo en el viernes, en las ansiadas vacaciones. ¿Viviremos así? Seguro que no.

¿Esperaremos toda la vida que se nos haga justicia? La vida no tiene por qué ser justa. ¡Procurémoslo! Nada es justo si uno es el juez. Lo justo sería sólo lo que para mí quiero. No renunciemos a la fe por ver que la corrupción llega a las iglesias. No lo aceptemos, sin embargo, pero miremos lo bueno, no la paja en el ojo ajeno.

Para el mundo, lo único que importa son las cosas y el dinero, las cosas con las que todo el mundo convive, el dinero con el que todo el mundo sueña, cosas y dinero de todos nuestros anhelos y obras. Veamos, más bien, las cosas que tienen valor no pecuniario, del corazón, no las efímeras y triviales, que valen sólo por el fugaz placer que producen, como amor de lo prohibido, sino cosas bien establecidas o que buscan establecerse, cosas ciertas, no mentirosas e irreales, cosas que quizá no tienen nombre pero tienen un seguro lugar en el corazón. ¿Sera toda nuestra vida la distancia entre lo que es y el futuro? No será sino la muerte, salvo los ruegos. Cosas que existen ahora o que seguro existirán si hay amor. No esas que nunca han existido, o que apenas se quieren se pierden. No esas. Cosas que pueden existir, y que así sea. Cosas que pertenezcan al alma, y no ajena. ¿Es que siempre viviremos una vida ajena? ¡Ya no lo hagamos! ¡Vivamos nuestra vida! Claro, hagamos la vida ajena si sabemos que no tenemos otra. ¿Hasta cuándo diremos esto? ¿Valdrá nuestra vida así, pidiendo y dando todo a la mentira? Hagámosla por las cosas, que valen. ¿Hasta cuándo? Pero es la vida que tengo sin que la haya robado a nadie, y es honesto vivir así. ¿Lo es? ¿Haremos todo para quienes todo nos lo chuparán y dirán que es suyo, de su organización o empresa? ¿Esperaremos que todos consientan con nuestra congoja, que todo nos lo regale Dios o alguien más?

Su cara del mundo dice no, su cara de amante dice sí, vale. Contradicción más bien aparente, pues en ambos casos ha de asumir que el mundo es ajeno, y ha de hacerse con la mar para luego…

Pues nada le vale si todo lo hace como si fuera propio. Al vividor nada puede oponérsele ni perjudicarlo, pensaba. ¿Quién puede obligarlo a entregar nada que no sea suyo? Y si alguien tuviera lo que es suyo, él podría pedírselo. No ratifiquemos al mundo. Invoquemos estas dos máximas: amor y amante. Que no nos llegue la prescripción y ya nada pueda ser.

 

Elías Brandán