MI AUTOBIOGRAFÍA A LA LUZ DEL AMOR DE DIOS EN MI VIDA…

martes, 6 de enero de
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(Escrita hace más de 10 años)

 

8 de diciembre de 2004

Este día de fiesta, solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, he decidido escribir, para propagar la devoción a Dios y de forma muy sencilla, su parábola en mi vida. Me propuse hacerlo debido a que he tenido últimamente vivencias descomunales e inolvidables. Todo comenzó siendo yo estudiante del cuarto año de un instituto con orientaciones contables. Quiero destacar que yo entonces era muy indiferente para con Dios, de hecho, solo rezaban las oraciones acostumbradas en el instituto, rezadas a pesar de que es laico, y no asistía a las misas. Pero esto se corrigió de una manera dolorosa. Pero el dolor encontró compensación en las sobradísimas gracias que recibí después, las que eran, al principio, el hecho de que en la misa el sacerdote pronuncie un sermón cuyo argumento yo había meditado ya ese día, el avistar pájaros cuyo color, matiz y canto me anunciaban el valor de los acontecimientos del día, oír el timbre de la escuela cada vez que hacía, decía o escuchaba algo inconveniente, y después fueron más, aun más impresionantes, que a continuación procederé a relatar, uniéndolas a mi vida. Comenzaré por mi infancia. Yo nací el 7 de enero de 1987 en la ciudad argentina de Córdoba, el mismo día que mi mamá cumplía veinticinco años, y el mismo año que los que los argentinos gozamos la honorabilísima presencia del Sumo Pontífice Juan Pablo II en nuestro país. El doloroso parto ocurrió en la Maternidad Provincial de Córdoba. Mi nacimiento aconteció noventa y nueve años después de la fundación de nuestro pueblo, Río Primero, surgido por la creación del ferrocarril.
Recuerdo que cuando era niño mi papá me hacía ver por la ventana el paso del tren una canción. El posee un ilustre nombre, Julio César Ramón (Ramón es el nombre que le puso mi abuela porque papá nació con problemas respiratorios, y san Ramón Nonato es el patrono de las madres parturientas).
Junto a mamá, Graciela Nazi, me bautizaron en la parroquia Nuestra Señora del Rosario con el nombre de Elías Emanuel.
Mi nombre y el día en que tuve la inspiración de redactar esta autobiografía me hacen honrar aquel celebérrimo pasaje de la Biblia: “La virgen concebirá y dará a luz a un hijo a quien pondrán por nombre Emanuel, que significa´Dios con nosotros´“.
En mi familia somos siete hermanos. Dos de ellos son hijos de mi papá pero no de mi mamá. Yo, por ser el de mayor edad entre los restantes soy por lo tanto el primer hijo que papá tuvo con mamá.
El año anterior a mi nacimiento mamá, que es peluquera, participó arreglando el cabello de varias modelos para un desfile que se realizó en la zona san José Obrero de nuestro pueblo. En aquella ocasión le entregaron el recuadro de una frase que mucho me ha cautivado desde niño:
“Si en el camino de la vida has sembrado espinas, siempre cosecharás espinas. Si son rosas las que sembraste, aunque con espinas, recogerás rosas”.
Por entonces mamá quería mucho tener un hijo, y le advirtió a mi papá que, si no les ocurría, la relación acabaría. Pero la estrella les sonrió, y cuando fuimos visitados por el cometa Halley se enteraron ambos que el primer pimpollo que tendrían juntos estaba en camino.
Quince años antes de que yo naciera papá, que es albañil y a quien apodan Matala, porque mi abuelo era célebre en el pueblo por cantar muy bien ese tango de Gardel, ganó en el club Manuel Belgrano de nuestro pueblo la casa en la que ha transcurrido mi vida. Nuestra casa estaba ubicada entre un dispensario, que más grande aun está, actualmente como Centro de Salud Municipal, y una discoteca que ya no está, cuyo local fue ocupado por una feria de ropa. Recuerdo que cuando éramos niños con mis hermanos y amigos íbamos a bailar a la discoteca de al lado un tiempo.
En el año del centenario de nuestro pueblo hicimos una gran y hermosa fiesta por mi primer cumpleaños. En ella participaron mis abuelos maternos, a quienes apodábamos los Viecos, y mis bisabuelos paternos. Mamá hizo carteles con sus propias manos…
De los dos años recuerdo que cuando fuimos como acostumbrábamos a visitar a los Viecos yo cometí el arbitrio de abrir un cajón de la cocina, con tal imprudencia, que el abuelo me reprendió con una de sus intensas miradas, que no voy a olvidar, pues este es único recuerdo que tengo del Vieco. Él murió ese mismo año.
De los tres a los cinco años concurrí a la recientemente creada guardería Cuna de Amor, en  la que a menudo se realizaban risueños actos de los que yo participaba mucho.
A los cinco empezó el jardín de infantes, y también un gran cambio; el trayecto era más amplio y otros eran los compañeros y la maestra. Un día la maestra, la señorita Susana, nos pidió a todos que hiciéramos un dibujo, y yo tracé el esbozo precipitado e inextricable de una casa. Al reparar en él una compañera, me preguntó asombrada: “¿Qué dibujaste?” Le respondí que una casa. Ella arguyó: “Eso no es una casa”. Y me mostró pronto la realista y esquemática que hizo otro compañero, y me dijo: “¡Esa es una casa!”
En el acto de fin de año recibí mi diploma del jardín teniendo mi ojo derecho extrañamente hinchado.
El primer grado de la primara lo hice en la muy concurrida escuela Myriam Ayquel de Andrés del pueblo. En ella mi rendimiento no fue muy bueno, pues yo era un alumno regular, desordenado y medio torpe. Recuerdo que por ese tiempo yo solía sacar monedas de la cartera de mamá para comprar golosinas. Quiso la suerte que un día una de las monedas extraídas se me cayera al piso, y mis papás oyeran y me preguntaran: “¿Que se cayó ahí?” Les mentí: “Fue una cuchara.” Ellos me dijeron: “Eso no sonó como una cuchara”
A los siete años todo cambió. En primer lugar, dejé de concurrir a mi antigua escuela, y comencé a asistir a una que recién se había fundado contigua a la guardería Cuna de Amor y a la iglesia San José, como anexo de la escuela General José de San Martín de nuestro pueblo. Actualmente se llama Capitán José Leónidas Ardiles, en honor del combatiente caído en la guerra de Malvinas que fue alumno y escolta de la bandera de la escuela General San Martín, y también tiene un nuevo edificio.
Nuestra escuela comenzó con solo tres grados de los siete entonces imprescindibles de la primaria.
A mis ocho años, la señorita Iris, maestra del grado, apuntó una observación en mi boletín afirmando que yo tenía capacidades para la redacción.
De ese tiempo recuerdo que decidí que cuando fuera grande quería ejercer muchas profesiones: escritor, maestro, sacerdote, científico, político, juez, abogado, actor, cantante…
De  los nueve años recuerdo que nos sacaron fotos a los nueve alumnos del cuarto grado de la institución, y en el álbum donde nos las entregaron se destacaba un ilustrativo poema de Almafuerte dedicado a las meritorias maestras.

El Día de la Bandera de ese año al frente de la bandera de la escuela General San Martín todos los alumnos del cuarto grado de la misma y su escuela Anexo realizamos al grito de “¡Sí, prometo!” el juramento a la enseña patria.
Contando mis diez años y para celebrar el centésimo octogésimo primer aniversario de la Independencia yo participé junto con mamá y otros alumnos del curso en una representación teatral. A mí me tocó hacer de un caballero de la época, no tan caballero, puesto que robó a su tía cocinera uno de los ricos pastelitos que hizo en la fecha del histórico acontecimiento de la independencia de Argentina.
En el Día del Maestro junto a un compañero, Héctor, hicimos unas graciosas imitaciones de nuestras maestras, que gustó mucho a las mismas, especialmente a la señorita Patricia, de Lengua Oral y Escrita, quien sonrosada y llorando de la risa veía cómo Héctor la parodiaba haciendo de ella cuando interrumpía las clases de la señorita Olga, de Matemática. Yo hacía de la señorita Olga.
A fines de ese año se eligieron abanderado y escoltas. Los elegidos fuimos: Carla, una alumna rubia, inteligente, de la que todos estábamos enamorados, que fue la abanderada; Héctor, un alumno regordete, de anteojos, que fue el primer escolta; y yo, frecuentemente apodado por mi morenez, fui elegido segundo escolta de la bandera.
En  la primavera de ese año hice mi primera comunión. A la celebración asistí llevando traje gris con un moño al cuello, que me hizo mi abuela patena, Rosa, quien fue también fue mi madrina de bautismo.
Yendo al sexto grado a mis once años participé del desfile cívico militar del pueblo en honor al 9 de Julio representando a la escuela General José de San Martín Anexo y acompañando a la bandera nacional como segundo escolta.
Por una disposición del gobierno provincial se dispuso ese año que la primaria no contaría de siete años, sino de seis. La secundaria tenía ahora un año más, y no eran cinco los años que en ella había que cursar sino seis, tres del Ciclo Básico Unificado, y tres del Ciclo de Especialización.
Entonces fue cuando se ralizó una ampliación de nuestro edificio escolar. El acto de la inauguración se hizo al aire libre en un día soleado, en la calle al frente de la escuela. Dos maestras relataban los anales de la escuela desde que empezó con tres grados en 1993 hasta que completó los seis obligatorios en 1997.
Un día, la señorita Silvia, de Ciencias Naturales y Sociales, me reprendió por no haber hecho la tarea y me llamó a la sala de la dirección, y me dijo que, si no me restablecía perdería la posición de segundo escolta. Desde ese momento me propuse progresar en mis estudios, logrando tener calificaciones tan altas como la abanderada, superando al primer escolta. Cierta vez la misma maestra pidió ver quién había hecho la tarea ordenada, y yo resulté ser el único que la había hecho.
Después tuvimos el viaje de egresados de la primaria, que fue a Valle Hermoso. Fueron cuatro preciosos días en los que realizamos excursiones, juegos, vimos los hermosos paisajes y el río del lugar, y nos metimos en la pileta del hotel. A la noche íbamos a las discotecas. En una de ellas se hizo un concurso para elegir al Míster Facha entre los alumnos más apuestos de todas las escuelas que fueron al viaje.
El último día del viaje los coordinadores nos reunieron a todos en el salón del hotel, y nos pidieron que imagináramos que estábamos en un avión a punto de estrellarse, y que eligiéramos a uno de nuestros compañeros que queríamos que se salvara. Yo elegí a Diego, uno de mis compañeros de la escuela General San Martín Anexo.
A la noche hicimos una fogata en las orillas del río, y uno de los coordinadores nos contaba una historia de terror. Mientras describía al monstruo protagonista, otro de los coordinadores nos asustó disfrazado a propósito. Todos nos asustamos, y reímos aliviados cuando el coordinador se quitó la máscara.
Para ir a la secundaria tuve que elegir entre un instituto privado, parroquial, llamado Contardo Ferrini en honor del catedrático de Derecho Romano italiano beatificado por la Iglesia, y otro llamado Instituto Provincial de Enseñanza Media Número Ciento Sesenta y Cuatro Ataliva Herrera, en honor del estimado poeta cordobés. Me decidí por la segunda opción porque mis hermanos mayores hicieron allí su secundaria.
Para una tarea de Lengua Castellana la profesora Lastra nos había pedido buscar recortes de frases. Mi preferida fue una inspiradora de Juan Salvador Gaviota:
“Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer; para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que importaba, sino volar.”
En el acto de fin de año se eligieron los mejores promedios de calificaciones de todos los cursos. De nuestro curso el mejor promedio resultó ser el de Carla, quien también fue mi compañera en la secundaria.
Mi promedio fue ese año de 8.92, con calificaciones sobresalientes en Inglés y Formación Ética y Ciudadana.
Entonces fue que hice la confirmación. Mi madrina era mi tía Gladis.
Yendo al segundo año visité un frío invierno a mi hermano mayor, que es policía, a su departamento en Córdoba Capital. Él convivía allí con su mujer. Poco antes había sufrido un atentado cuando unos ladrones le robaron e incendiaron su auto. Finalmente el seguro se lo repuso. Una noche fuimos a ver una película al cine, la elegida fue Misión Imposible II, que me fascinó.
A fin de año resulté ser el mejor promedio del curso. Mi promedio fue de 9.07, con calificaciones sobresalientes en Física y Formación Ética y Ciudadana.
En clases de la profesora Lastra hicimos un concurso para elegir el mejor relato que teníamos que hacer sobre temas que se nos indicaban. Yo escribí uno titulado Aguas negras, que resultó ganador.
En el 2001, a mis 14 años y yendo al tercer año vi el 11 de septiembre, que era el Día del Maestro y por lo tanto no había clases, la caída de las Torres Gemelas de Nueva York en directo por televisión.
Ese año tuve un tiempo mi ojo derecho hinchado. El médico me dijo que era por cuestiones de mi edad, y tuve que usar un parche en mi ojo, aun así no dejé de asistir a clases.
A fin de año fui nuevamente el mejor promedio de calificaciones. Mi promedio fue de 9.08, con calificaciones sobresalientes en Biología y Formación Ética y Ciudadana.
También se me otorgó una beca de libros para el año siguiente por haber tenido asistencia perfecta los tres años del Ciclo Básico Unificado, que ya había cursado. Al terminar el acto le dije a mamá que me había sentido la estrella en el mismo. Ella jugó a la quiniela el número equivalente a estrella, y ese número resultó salir.
En el 2002 y en el cuarto año y primero del Ciclo de Especialización estuve melancólico y me hacía muchos cuestionamientos sobre la vida. Mis notas finales sin embargo fueron muy buenas. Obtuve un promedio de 9.04, siendo de nuevo mejor promedio y tuve también asistencia perfecta ese año.
En las primeras clases de la segunda etapa del año, la profesora Dróvez, de Geografía, nos leyó un hermoso libro titulado El caballero de la armadura oxidada, que trataba sobre un sobresaliente caballero de la Edad Media que descuidaba a su mujer y a su hijo por sus muchas luchas diarias con los dragones, lo que hizo que terminara encerrado en su armadura oxidada sin poder deshacerse de ella. Perdido y vagando por el bosque el caballero encuentra gracias a un mago que la única forma de dejar su armadura es ir por un sendero atravesando los castillos del silencio, el conocimiento y la osadía hasta llegar hasta la Cima de la Verdad.
Me propuse hacer como el protagonista del relato. Y leí mucho desde entonces, vorazmente, y empecé a ser atraído por la Verdad de Jesucristo.
En el quinto año y contando mis dieciséis progresé considerablemente en mis estudios y fui elegido primer escolta de la enseña patria, obteniendo también el mejor promedio de calificaciones del curso con 9.33, con calificación sobresaliente en Música. Participé también este año con mis compañeras Carla, mi ex compañera de la primaria, y Cecilia de la Olimpiada Argentina de Biología. Nuestro mayor logro fue tener el más alto puntaje en la instancia intercolegial en el colegio Alejandro Carbó de Córdoba Capital, ganándoles inclusive a los alumnos participantes de este mismo colegio, el cual había salido campeón el año anterior.Yo participé de esta Olimpiada también en la edición del siguiente año.
En el último año de la secundaria a mis diecisiete años se inauguró el nuevo y gran edificio donde está ahora. La nuestra fue la primera promoción en egresarse del nuevo edificio, que fue inaugurado por el gobernador José Manuel de la Sota, quien pronunció un discurso.
Ese año nuestra promoción participó en Córdoba Capital del programa de entretenimientos estudiantil de televisión Telemanías. Para uno de los juegos de ingenio que consistía en dársenos los significados de complicadas palabras de las que se nos proporcionaban solo la primera y la última letra y que debíamos adivinar yo resulté imprescindible para ganar.
Para el acto de fin de año debíamos elegir a un profesor para que nos entregara el diploma de egresados. Yo elegí a la profesora Genaro, quien daba materias de la especialidad, y ella hizo a su vez una reseña de los alumnos que nos egresábamos uno por uno. Al llegar mi turno dijo de mí: “Elías, un ser encantador, culto, inteligente, y rebelde a la mediocridad, con permanente espíritu renovador.”
Ese mismo año participamos también como abanderados del Ataliva Herrera de los cincuenta años del instituto Contardo Ferrini.
Para entonces decayeron un poco mis notas porque estas ya no me importaban. Mi promedio anual fue de 8.77, con calificación sobresaliente en Economía Regional, y el de durante toda la secundaria fue de 9.035. El intendente Crucianelli me otorgó en el acto por ser primer escolta una beca de solvencia económica para afrontar estudios superiores el año próximo.
Poco después recibí un certificado de la Biblioteca Popular Presbítero Avila Vázquez reconociéndome como lector destacado.
Por entonces ya tenía resquemores y escrúpulos de cristiano converso sobre participar de la fiesta de egresados. Y tampoco quería ir al viaje de egresados a Bariloche aunque mamá estaba pagando las cuotas. Yo le dije a mamá que no quería ir, pero ella siguió pagando las cuotas sin que yo lo supiera.
Una vez a esa misma edad mientras hacía mis oraciones sentí en mi interior una voz de un joven como de mi misma edad que con una indescriptible mansedumbre y dulzura me decía: “Vos pensaste con la piel. Yo he querido que padezcas algo de lo que yo padecí.”
De más está decir que tanto la fiesta como el viaje fueron estupendos, y que tengo una nueva manera de encarar la vida desde entonces…

 

Elías Brandán