“No pasa nada, maestro”

martes, 5 de mayo de

 

Lisandro Zeno tiene 25 años, juega al rugby en Jockey Club desde los 4 años y estudia en la Facultad de Medicina de la UNR. El año pasado le diagnosticaron leucemia. Desde entonces dedicó todas sus fuerzas al tratamiento y a campañas para concientizar sobre la importancia de la donación de sangre y de médula ósea.

 

Todo empezó con la aparición de unas manchas en las piernas, los últimos días de octubre de 2014. La primera vez que las vio, Lisandro Zeno pensó que serían las marcas de unas picaduras de mosquitos, o tal vez de los roces típicos de un partido de rugby, y no les dio ninguna importancia. Pero varios días después las manchas seguían ahí, persistentes, como una señal a la que debía prestarle atención, aunque él las minimizara. Una noche, mientras cenaba con sus padres y su novia, Sofía, ella le preguntó:

 

—¿Y qué es lo peor que podrían significar esas manchas? A lo que respondió:—Lo peor sería que sean un síntoma de leucemia.

 

Un sábado, mientras tomaba un café con algunos amigos, su cuerpo dio otra señal de que algo no iba bien. “Empezó a sangrarme la nariz. Sangró como dos horas y no había forma de pararlo”, recuerda. Era un sábado al mediodía y en ese momento decidió que debía ir al médico para saber qué sucedía. .

 

A las 10 de la mañana de ese lunes de noviembre estaba en el consultorio. Después de escuchar el relato de sus síntomas, el médico le ordenó unos análisis de sangre. Dos horas más tarde, con los resultados en la mano, el doctor tomó una decisión más drástica: había que hacer una punción de médula porque sus defensas estaban muy bajas. Eran las dos de la tarde cuando empezó el procedimiento. Al despertar de la anestesia, un rato después, vio a su papá, que también es médico. El hombre lloraba cuando le contó lo que habían comprobado al ver la muestra analizada: —Tenés leucemia— le informó.

 

Desde aquel lunes su vida cambió. Pasó muchos días internado e hizo tres tratamientos de quimioterapia, pero también transformó lo que la mayoría de las personas asumirían como un drama en el episodio más positivo de su existencia. “No me quejo de lo que pasó, más bien lo agradezco”, confiesa y un rato después, cuando se llega al final de la historia, se entenderá por qué.

 

 

Ese lunes decidió enfrentarse a la enfermedad y hoy puede decir que le ganó. Es que justo este domingo se cumplieron seis meses desde el diagnóstico y al cabo de ese lapso se termina una fase clave de la leucemia mieloide aguda, su enfermedad: pasado ese lapso, las posibilidades de que recaiga son mucho más bajas que durante los 180 días que ya dejó atrás.

 

Ésta situación, en lugar de derribarlo, lo puso de pie y en marcha. Lo sacó de sí mismo. Desde entonces no solo se dedica a recuperarse sino también a darle forma a una fundación que busca hacer campaña a favor de la donación de sangre y de médula ósea, esenciales para tratar la leucemia y otros males. La misma se llamará: “No pasa nada, maestro”, la frase que lo distingue entre todos los que lo conocen.

 

Quiere ser médico porque admira lo que hace el papá. “Siempre me pareció que la profesión de mi viejo sirve para ayudar a la gente. Recuerdo que a la noche llegaba a casa y nos decía «no saben lo que pasó hoy», y atrás venía una historia hermosa sobre lo que había pasado con algún paciente”. Lisandro está en el sexto año de la carrera y, tras la interrupción obligada de seis meses, se apresta a retomar la facultad. Dice que piensa recibirse en diciembre y que no ve la hora de ejercer. “Para ayudar”, agrega.

 

El día que le informaron que tenía leucemia, lo primero que hizo Lisandro fue preguntar qué posibilidades tenía de curarse. El médico le dijo que dependía de dos cosas: de la respuesta de su organismo al tratamiento con quimioterapia, y también de su actitud. —Si te deprimís no ayudarías. Tenés que pelearla—, lo estimuló.

 

Lisandro no se deprimió. Cuenta que en ese mismo momento decidió que saldría adelante y afirma que eso lo salvó. Eso y el cariño que recibió de sus padres, sus hermanos, su novia, sus amigos. “Y hasta de mis rivales en el rugby”, afirma agradecido. Pero la historia recién comenzaba. O quizás sería mejor hablar de las historias: la de su tratamiento médico y la de su actitud frente a la enfermedad, que es la más bella.

 

El 4 de noviembre lo internaron en el Sanatorio Británico y ese mismo día comenzó el primer tratamiento de quimioterapia. Tres días después, una tarde en la que se sentía muy mal por las náuseas y los vómitos, le pidió a la hermana, que lo estaba cuidando, que lo despertara a las seis de la tarde. Ella le hizo trampa y lo despertó quince minutos antes. Lisandro, aun débil, tuvo energías para reprochárselo, pero la “hermanita” lo miró con dulzura y le pidió que se asomara a la ventana. Lo que vio quedará en su memoria por el resto de su vida. “En la calle estaban mis amigos y mis viejos. Varios se habían rapado la cabeza. Tenían un gran cartel que decía: «No pasa nada, maestro». Ahí me dije que no les podía fallar y que debía recuperarme”. Para él, esa demostración de afecto y apoyo, como otras muchas que vinieron después, y que seis meses más tarde sigue recibiendo, resultaron decisivas para su recuperación.

 

 

Mientras pasaba días en el sanatorio, comenzaba a pensar en transformar su experiencia en algo positivo. El 18 de diciembre se armó una movida en el Monumento a la Bandera con el objetivo de crear conciencia sobre la importancia de donar sangre y médula ósea. Entre los impulsores había un pequeño ejército de amigos de Lisandro, soldados de su causa, que otra vez se ocuparon de enviar un mensaje al amigo enfermo con una bandera. El trapo, claro, tenía una leyenda que a esas alturas ya comenzaba a distinguir la causa de Lisandro y sus amigos. “No pasa nada, maestro”, decía. Era el mensaje que le enviaban los suyos. “No pasa nada, maestro”, se repetía él a sí mismo.

 

Muchos le escribían sus muestras de apoyo en las redes, otros hacían gestiones para regalarle pequeños momentos de alegría. Él recuerda cada uno de esos gestos. Vuelve a ser feliz, cuando lo cuenta, como el día en que Sebastián Abreu fue a visitarlo al sanatorio y se quedó hablando con él durante dos horas. O cuando habla del mensaje que le envió Angel Di María vía WhatsApp, un video que todavía guarda en su teléfono (“es increíble que Angelito se tomara un momento para mandarme eso a mí”). O de la noche en que el plantel de Rosario Central salió al Gigante de Arroyito para jugar un partido y desplegó una bandera que decía “Fuerza, Lichu”. 

 

El 1º de marzo, cuando cumplió 25 años, su familia organizó una gran fiesta. Hubo muchos invitados (“como mil quinientos”), todos los que de alguna manera lo habían apoyado. Había gente del rugby, del colegio, de la facultad, del barrio. La familia de Lisandro se hizo cargo del costo de la fiesta y él decidió dar otro paso gigante en su intención de ayudar a otros, de convertir su enfermedad en una excusa para embarcar a su gente en una cruzada solidaria: instaló una urna e invitó a todos a depositar allí una cifra de dinero, la que quisieran o la que pudieran. Así recaudó 61 mil pesos. El dinero no era para él sino para un chico de 14 años, un rugbier del club Caranchos. Lisandro se había enterado poco tiempo antes de que ese chico, Maxi, padece un cáncer de huesos. Además del darle el dinero para costear los gastos de su tratamiento, hizo contactos en el Hospital Italiano de Buenos Aires para que Maxi fuera a tratarse allí, “uno de los mejores lugares de Latinoamérica para esa patología”. Había dado el primer paso. La idea de crear una fundación para ayudar había dado otro paso.

 

 

“Creo que todos somos solidarios, pero a veces no sabemos cómo expresarlo”, afirma Lisandro. Él quiere canalizar ese valor, que afirma encontrar en todas las personas que conoce. Para eso quiere crear la Fundación No Pasa Nada Maestro: para ayudar a gente que lo necesita, y también para darles una mano a quienes quieren ayudar y a veces no saben cómo hacerlo.

 

Dice que no termina de entender por qué su caso es digno de contarse y afirma que su secreto para ser positivo es más bien simple: “Tengo objetivos, proyectos y sueños, y tengo ganas de alcanzarlos”. También confiesa que no le sirve preguntarse por qué le pasó lo que le pasó, como haría cualquiera que estuviese en su lugar, con un diagnóstico de leucemia mieloide que entró como una amenaza en su vida, sino para qué. Y tiene la respuesta: para hacer todo lo que planea de ahora en adelante, sobre todo las campañas para la donación de médula ósea y sangre. “Ese es mi gran objetivo para esta vida: que el día que yo me vaya haya muchas personas más donando para salvar otras vidas”.

 

“Recibí tantas propuestas que tuve que agendarlas, desde chicas que querían hacer pelucas oncológicas hasta una artista que ofreció vender una de sus obras para recaudar dinero”, cuenta. Y remata: “¿Cómo voy a deprimirme ante todo eso? Ahora no paro más y por eso digo que agradezco haber pasado por la leucemia”.

 

En las próximas semanas, Lichu recibirá en el Hospital Universitario Austral, de Pilar, Buenos Aires, un trasplante de médula ósea.

 

Durante el vuelo que lo trajo desde Roma a Sudamérica, el Papa grabó mediante una periodista rosarina que participó del vuelo un mensaje para Lichu con una bendición para él:Lichu, me contaron de tu enfermedad. Rezo por vos, le pido a Jesús que te acompañe, que te dé fuerza, te devuelva la salud, y vos dejate conducir por la mano de Dios y que la Virgen te proteja mucho”.
 

 

 

 

 

Fuente: La Capital

 

Oleada Joven