El frenesí del bien

lunes, 19 de octubre de
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A un jesuita amigo mío le han regalado una cartera en cuya piel el donante había mandado repujar aquellas palabras de Santa Teresa que recuerdan que “hay en la Compañía muchas cabezas perdidas por el demasiado trabajo”. La Santa de Ávila, desde luego, sabía lo que se decía, porque no sólo en la Compañía, sino en el mundo entero, abundan las cabezas echadas a perder por el ingenuo afán de abarcarlo todo. Hay también, naturalmente, muchísimas cabezas que se pierden por no dar golpe. Pero esto, al fin y al cabo, es natural. Lo triste es que se pierdan también gentes y cabezas estupendas que quedaron atrapadas en ese engaño que el P. Duval llamaba “el frenesí de hacer bien a los demás”.

Como es lógico, no voy a decir yo aquí lo contrario de lo que tantas veces he dicho en este cuaderno de apuntes: que sólo el amor a los demás llena y justifica nuestras vidas. Pero sí voy a añadir que todas las cosas tienen su medida, que hay gente que confunde el celo con el frenesí, y que hay ciertos tipos de amor al prójimo que, precisamente por lo exagerados que son, terminan por ser una forma especialmente maligna de egoísmo.

Hay, efectivamente, gentes que se entregan tanto a la actividad, a la lucha -tal vez por sus ideas, quizá por otras personas-, que no logran ocultar que lo que les ocurre es que, por dentro, están solos y vacíos y que tienen miedo a pararse para contemplar su alma, con lo que el trabajo se les vuelve una morfina porque temen que, si se parasen, se desintegrarían.

Esta enfermedad es, por ejemplo, muy típica de curas, de monjas, de algunos apóstoles seglares, que parecen medir su amor a Dios por el número de cosas que hacen. Son la gente que querría ser “más celosa que Cristo” y que se avergüenza un poco de pensar que él “perdiera” treinta años cortando maderas en Nazaret.

Es también típica de ciertos activistas políticos o pacifistas que creen que su entrega a la causa se mide por los nervios que a ella dedican, sin darse cuenta de que con ello van pasando de ser seguidores y servidores de una idea a convertirse en fanáticos de la misma.

¿Hay algo más ridículo que un pacifista que carece de paz interior y que, combatiendo la guerra, crea guerras de nervios? “El frenesí del activista -ha dicho Thomas Merton -neutraliza su trabajo por la paz. Destruye su capacidad de paz. Destruye la fecundidad de su obra, porque mata la raíz de sabiduría interior que hace fecunda la obra.” Sí, nada que nazca fuera de un alma reposada es verdaderamente fecundo.

El frenesí del bien, digámoslo sin rodeos, es tan peligroso y estéril como el frenesí del mal. Y de ambos proviene un no pequeño porcentaje de neurosis.

María Germade, en el precioso libro que publicó sobre la Depresión mental, analiza cómo en los comienzos de su crisis “iba de un lado a otro con la idea fija de hacer más cosas en menos tiempo, creyendo que, por el hecho de hacer cosas, vivía más”. “Quizá esta reacción naciera de la admiración que había sentido por las personas que repetían la frase ´no tengo tiempo para nada´. Quizá me parecieran más importantes que yo, que entonces lo tenía para todo, y quise ser como ellas.”

Sí, hay que decirlo sin rodeos: la gente que dice que “no tiene tiempo para nada” realmente dice la verdad: que no hacen nada, que corren de acá para allá, que tal vez fabrican cosas y montan mandangas, pero… hacer, hacer de veras, no hacen nada sino multiplicar sus nervios y los de quienes les rodean.

Pronto reciben, además, su propio castigo cuando descubren que en ellos se realiza aquel verso terrible de Rilke: “Voy haciendo ricas todas las cosas, mientras yo me quedo cada vez más pobre”. El verdadero amor es otra cosa. El que ama no pierde cuando da, al contrario, se enriquece dando. Aquel cuya alma se devalúa al entregarse, en realidad lo que entrega son sus nervios y no su alma.

Sí, defendamos la calma como fuente de toda obra bien hecha. Decía Martín Abril que “para estar bien despierto hay que estar bien dormido”. Y pudo añadir que para estar bien activo hay que estar bien relajado, que los árboles necesitan su tiempo para crecer y las frutas para madurar, que no se está más vivo por el hecho material de hacer más cosas, que no hay que confundir el arte de amar o el de vivir con el de batir un récord de cien metros lisos en una olimpiada.

 

 

José Luis Martín Descalzo

Razones para la alegría

 

Milagros Rodón