El reino ahondado

martes, 27 de octubre de
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En las parábolas del Reino hay, sobre todo, una profundización en la naturaleza de ese Reino anunciado por Jesús. Muchas de las ideas apuntadas por él en su primera predicación adquieren en las parábolas una definitiva hondura.

 

En ellas descubrimos que, ante todo, el Reino es un don de Dios. No es algo que los hombres podamos construir con nuestras manos. Todos los méritos juntos de todos los santos, toda la inteligencia junta de todos los teólogos, todo el coraje y la entrega de los mártires, todo el valor de todos los guerreros, no nos acercaría ni a la puerta de ese Reino. Es Dios quien siembra la semilla. La tierra más fecunda y limpia que puede imaginarse jamás podrá dar fruto si alguien superior y exterior a ella no la siembra. Ni encontraría el campesino, por mucho que cavara, un tesoro que nadie hubiera enterrado previamente.

 

Es un don y un don exclusivo de Dios. Pero la obra de Dios precisa también de una respuesta humana.

 

La semilla es imprescindible para la cosecha, pero el mayor o menor fruto depende también, y decisivamente, de la calidad de la tierra. El campesino no hallaría el tesoro si no cavara en el campo, ni encontraría el mercader la perla si no la buscara. Dios abre al hombre la puerta, pero es el hombre quien debe cruzarla libremente. Jamás Dios le empujará para que cruce el dintel.

 

El Reino no es, además, un simple lugar de deleite para el hombre, es su salvación definitiva. En él se realiza el ser humano, fuera de él nunca pasará de ser un muñón de hombre o un fruto de perdición. En el Reino encuentra el hombre el sentido de su destino y su verdadera vida. Por eso, la predicación del Reino es ante todo una predicación alegre y luminosa. No es el Reino la contrapartida del infierno; al revés: es el infierno la contrapartida del Reino. El hombre puede no entrar en él, pero lo central es que el Reino le espera.

 

Un Reino que vendrá sin duda. Junto a la alegría está la confianza. Jesús sabe que hay tierras sucias y mediocres, pero sabe que, por encima de todo, el granero se llenará, la mies crecerá, incluso si duermen los campesinos. Y esta venida no depende del número de los que la esperan o de los que recibirán ese Reino. Viene y está abierto para todos.

 

A pesar de esta confianza, la amenaza existe. Jesús ni ignora ni oculta que existe un enemigo malo que siembra cizaña en los campos. El predominio de la luz no hace que olvide la existencia de las tinieblas. Los graneros se llenarán, pero la cizaña arderá perpetuamente. La confianza en el triunfo no excluye el riesgo de quienes apuestan.

 

Es un Reino misterioso y desconcertante, que no debe ser juzgado con ojos pequeños. Quien mida por la cantidad, por las apariencias pensará que el Reino será un gran fracaso. La ley es aquí la paradoja:

  • lo que parece más pequeño será lo más grande,
  • lo que parece menos importante fermentará a todo lo demás.

 

Todas las leyes de este mundo serán invertidas.

 

El Reino será ante todo un asunto de almas. No tendrá nada que ver con los nacionalismos, ni con los reyes o imperios de este mundo. Será central y primariamente religioso y espiritual. No será evasivo, no seré misticoide: el espíritu fermentará la tierra en que se realiza su fuego. Quienes caminen hacia ese Reino deberán, al paso, trasformar este mundo. Pero la mirada estará puesta en ese otro final. Será, consiguientemente, un Reino universal. No se exigirán en su puerta títulos, ni riquezas.

 

Será un campesino quien encuentre el tesoro y todos los de la casa podrán comer ese pan que fermentó la levadura.

 

Es un Reino en camino: no se realizará en este mundo. La gran cosecha la harán los ángeles al final de los tiempos. Mientras la mies fructifica, deberá crecer aquí abajo, pero los graneros serán los celestiales. Y el árbol de mostaza tendrá las raíces en esta tierra oscura, pero sus ramas sólo se llenarán de pájaros en la otra orilla.

 

Pero, por encima de todo, el Reino será Cristo. Las parábolas del Reino son un autorretrato de quien las predica. Sólo a esta luz adquieren su verdadero significado y cambiarían de sentido de haber sido otro el predicador.

 

La semilla —Jesús mismo lo explicó— es la palabra de Dios. Basta poner Palabra con mayúscula para que lo entendamos. Jesús fue sembrado hace más de dos mil años y sigue siendo sembrado en las almas de los hombres. Para muchos, su nombre y su persona caen en el camino, sobre piedra, en las zarzas. O no se enteran de quién es Jesús, o le utilizan, o le ablandan. Él está en muchas tierras que se dicen cristianas, pero su semilla se la lleva el viento o los pájaros, o se muere con la llegada de un dolor o es ahogado por el dinero…

 

Jesús es también la levadura amasada por la Iglesia siglo tras siglo: él tiene fuerza y poder para fermentar toda la masa humana; él sigue siendo lo único que hace que la aventura de ser hombre no resulte insípida y sea soportable.

 

Jesús es, sobre todo, el tesoro escondido, la perla por la que debe ser vendido todo. Quien verdaderamente le encuentra ha descubierto la alegría.

 

José Luis Martín Descalzo

en Vida y Misterio de Jesús de Nazareth

 

Milagros Rodón