21/12/2015 – El 18 de diciembre, Mons. Ricardo Seirutti fue ordenado Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Córdoba. Durante sus palabras por este acontecimiento de gracia, el “Padre Ricardo”, como quiere que le sigan llamando, habló del testimonio de su familia, de su vocación, de su encuentro con Jesús que “es lo mejor que me pasó en la vida y que me sigue pasando”, de los deseos de su corazón de Pastor.
En este día feliz de mi ordenación episcopal, quiero compartir con ustedes algunos pensamientos y sentimientos que se han hecho presentes en estos días:
Mi vida comenzó en una familia muy linda y sencilla: un padre trabajador y dedicado por entero a nosotros; una madre maravillosa, plena de amor, ternura y generosidad para con todos; y una hermana con la que querernos no es ninguna obligación. Después del maravilloso don de la vida lo mejor que me paso fue el encuentro con Jesús, que se me presentó un día y me invitó a caminar con Él la aventura que superó y supera todas las expectativas y sueños desde mi juventud hasta el día de hoy: la aventura de ser sacerdote, de ser cura. Aventura incierta y fascinante de dejarlo todo y caminar detrás de Él: “que anduvo de continuo y pasó haciendo el bien”. Es lo mejor que me pasó en la vida, es lo mejor que me sigue pasando.
No me he cansado de decirle a nuestra comunidad de la parroquia San Juan Evangelista que si yo no fuera cura sería cura. Toda mi vida es sacerdotal. Amo y vivo ser cura en cada acto y gesto de mi vida, tanto en las alegrías profundas, como en los dolores más sentidos. Sé que no soy el mejor, pero amo lo que soy y lo que tengo: Jesús en mi corazón de hombre. Cuando muchas veces se me pregunta por qué soy cura, respondo que no sé, porque tengo la impresión maravillosa de que es Jesús el que lo sabe, y que yo, enamorado de Él, respondo a lo que Él quiera.
Se trata de cosas del Amor donde sólo valen la entrega de sí mismo, la generosidad de darlo todo y la fidelidad de sabernos en sus manos. No somos gran cosa, Él es en nosotros. No somos primeros, nuestros hermanos lo son. No somos brillantes, somos pecado y gracia. Somos hombres, que entre los hombres, anunciamos, profetizamos, celebramos y nos identificamos con Cristo al servicio de los demás: todos deben tener un lugar en nuestro corazón.
Busco permanentemente la santidad, que me cuesta, y bastante, pero que es parte de esta aventura buscarla cada día, reconociendo y experimentando la ayuda Del que puede más que yo. Es jugarse cada día en la entrega cotidiana. Es la verdad que nos hace libres. Quien busca la santidad, y el sacerdote tiene que hacerlo en cada momento de su vida, no está atado a nada, sólo Cristo es quien lo abraza y su Iglesia quien lo desvela. Me hace feliz celebrar la Eucaristía, me alienta compartir la Palabra con mis hermanos. Me llena de pasión la Iglesia. Quiero intensamente esta diócesis de Córdoba y a mi Obispo. Valoro inmensamente que trabajemos juntos en proyectos pastorales comunes, así nos adelantemos o nos atrasemos, pero juntos, en equipo. Realmente gozo de la fraternidad y la compañía con mis hermanos sacerdotes. Amo escuchar las voces y los gritos de todo hombre y mujer de este tiempo. Es caminar buscando donde el mismo Buscado nos acompaña en la búsqueda.
Pido también perdón por las veces que quizás con gestos o palabras he ocasionado algún dolor o sufrimiento, algún desaire y molestia. Intento de corazón amar cada día a los que ríen y a los que lloran. A los que aman y a los que odian. A los que esperan y a los que ya llegaron, a los que ganan y a los que pierden. A los que se ponen de pie y a los que se quiebran. A los que siempre miran el horizonte sin animarse a caminar y a los que siempre lo intentan aunque no lo alcancen. A los que siempre buscan y los que ya encontraron. A los que sueñan un mundo mejor y a los que guardan proyectos en el cajón de las impotencias. A los que van sobrevolando y a los que trabajan en carro. A los que caminan abrazados y a los que quieren quedarse en sí mismos sin mirar a nadie. A los que gastan para sí y a los que piensan en el otro olvidándose de sí mismos. A los que han aprendido a sufrir y a los que les da miedo su dolor. A los que están presos y a los que no saben manejar su libertad. A los que no saben hablar y a los que no quieren involucrarse. A los que piden justicia y a los que son ajusticiados cotidianamente. A los que siempre son recibidos y a los que nunca se les abren las puertas. Al que es el otro, al que soy yo, al que muere y al que vive.
Dios está siempre. Es en nuestra vida que la promesa de Dios al enviarnos se hace fecunda y patente. La tarea se convierte en don, y el don siempre se hace tarea. En la misión de cada día, el Dios oculto se revela en cada rostro, en cada abrazo, en una mano tendida, en una palabra dada, en un cruce de miradas, en la fidelidad de la oración a solas.
Hoy, este día de mi ordenación episcopal, me encuentra mucho más enamorado que ayer, aunque todo es obra de Jesús, que me amó primero. Es que se trata de esto: amar cada día más, donando lo que somos, lo que tenemos, lo que vendrá, esa es nuestra Pascua. No quiero guardarme para mí las ganas del corazón de darme entero. No quiero regatear ni comerciar con el amor: es para recibirlo y es para darlo, porque gratis se me dio y gratis tengo que entregarlo. La única medida que quiero ponerle es la de la cruz, la de Jesús: con los brazos abiertos y el corazón a la vista.
En la imagen bíblica el pastor siempre está atento a sus ovejas: va detrás si hace falta, empujando y corrigiendo; otras va delante para guiar y que no se pierdan; otras veces va entre ellas, sabiéndose uno más y con el mismo olor. Caminamos al lado porque somos hermanos, delante porque Dios nos empuja, detrás porque conocemos nuestras debilidades.
En las manos de María, discípula y misionera; y mirando el testimonio y el seguimiento del beato Cura Brochero, los abrazo a todos como hermano que camina sabiendo que no lo puede todo y que muchas veces ha tropezado, pero con la confianza de que entre mi debilidad y mi pecado, Su gracia va haciendo en mí lo que un día comenzó. Apasionado por Jesús, que Él pida lo que quiera.
Señor, animame cada día desde hoy a caminar así: escuchando siempre tu voz y los balidos de la gente, mis hermanos. Que no me tiente nunca la sombra fresca de algún árbol para ubicarme solo, quieto y desentendido. Que siempre caminemos juntos. Señor Jesús, que no me la crea. Que mi único acto de fe sea en Vos, que me llamás y enviás a enamorarme cada vez más de tu pueblo. Seguí caminando entre nosotros, loco pobre de Nazareth, y preguntame cada día si te amo. Sosteneme en la respuesta de decirte que te quiero, ya que vos lo sabés todo de mí. Y así, escuchar y hacer vida en mí tus palabras: “Apacienta mis ovejas. Tú sígueme”.
Señor, animame cada día desde hoy a caminar así: escuchando siempre tu voz y los balidos de la gente, mis hermanos. Que no me tiente nunca la sombra fresca de algún árbol para ubicarme solo, quieto y desentendido. Que siempre caminemos juntos.
Señor Jesús, que no me la crea. Que mi único acto de fe sea en Vos, que me llamás y enviás a enamorarme cada vez más de tu pueblo.
Seguí caminando entre nosotros, loco pobre de Nazareth, y preguntame cada día si te amo.
Sosteneme en la respuesta de decirte que te quiero, ya que vos lo sabés todo de mí. Y así, escuchar y hacer vida en mí tus palabras: “Apacienta mis ovejas. Tú sígueme”.
Mons. Ricardo O. Seirutti