Días atrás empezamos a visitar nuevos pabellones, de adultos, en el hospital Muñiz. El capellán nos llevó hasta la sala y se retiró. Estábamos con Adelina frente a unas 15 mujeres en estado terminal, algunas durmiendo, otras sin querer siquiera mirar. Al principio fue un poco difícil. ¿Cómo empezar? Me encomendé a Dios, me acerqué, tomé un banquito y me senté con ella, Esther. Empezamos a hablar y me dijo que no se acordaba cuanto hace que estaba ahí, que estaba muy cansada y no tenía más fuerzas. Su enfermedad está muy avanzada.
Charlamos un momento pero no estaba muy animada; después de un silencio y con su mirada fija en mis ojos me dijo: “¿Qué tenes para decirme que me dé ánimo? Sos vos que viniste a verme y hasta ahora hablé más yo que vos”. Quedé en silencio un momento, tomé su mano, la miré a los ojos, recé en mi interior y me dije: “Dios mío, ayúdame, hacéte presente…”. Así empecé a hablar de manera muy sencilla lo que me dictó el corazón: del amor, de Dios por cada uno en particular y especialmente de nuestra Mamá que tanto nos ama e intercede por nosotros. Pude ver cómo poco a poco sus ojos, que antes estaban turbados de dolor, angustia, soledad, ¡fueron iluminándose lentamente y una pequeña sonrisa empezaba a vislumbrarse! Después de esto abrió su corazón, habló todo, me contó de su vida con total humildad y confianza como si nos conociéramos de años. ¡Es la Gratuidad de la amistad en Cristo! Fue así que estuvimos más de 2 horas hablando.
Fue una experiencia hermosa y muy fuerte. ¡Esther tenía una sed inmensa! De ser mirada, escuchada, amada, valorada, respetada. Era como el cuerpo agonizante del mismo Cristo que en la cruz grita: ¡tengo sed! El dolor profundo de nuestra Madre al pie de la cruz. Esther tenía sed, pude sentirlo y darme cuenta que Dios me quería ahí, de manera muy sencilla, sin hablar mucho, pero bastaba la sola presencia a su corazón. Llegada la hora de irme, propuse una oración y me dijo que hace tiempo dejó de rezarle a María, había perdido el sentido de su presencia, pero quería volver a hacerlo. Me emocioné hasta las lágrimas, con una sonrisa que salía detrás del barbijo, tomé su mano y rezamos juntas. No me dejaba ir. Nos abrazamos, le agradecí mucho el momento compartido y ella también, estaba feliz, era otro el rostro que veía, era realmente Esther.
Es una Gracia enorme lo que vivo, cada regalo, cada Maestro que pone en mi camino, a cada momento. Dios grande, lleno de Misericordia y Amor que no deja de maravillarme haciéndose presente a todo momento, en cada encuentro.