El alma sin desdoblar

lunes, 17 de marzo de
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A veces, entre las muchas cartas que recibo, llegan las de quienes discrepan de mis artículos, las de quienes temen que en ellos defienda yo demasiado la vida, las que, incluso, se escandalizan porque dicen que lo mío es -¡nada menos!- un paganismo anticristiano. 

Piensan que un sacerdote debería entender la vida como negación, como sistemática renuncia, que no debería valorar tanto las realidades de este mundo y pedir, en cambio, a sus lectores que esperasen la vida perdurable que vendrá al otro lado. Hay quien, incluso, me acusa de defender demasiado la alegría y me explica que Cristo no se rió nunca y que la carcajada es sin duda fruto de «un alma depravadas.

Yo leo esas cartas con respeto, pero lamentando mucho no poder compartir el jansenismo (que no cristianismo) que respiran. Y prefiero seguir en mi batalla de explicar que ser cristiano es ser «más» hombre y no hombres renuentes, asustados, enlutados, confundidores de la esperanza con la babia expectante. Siempre he creído que Cristo fue precisamente eso: el ser humano que ha vivido más en plenitud, el único que realmente existió completamente «a tope», siempre vivo y despierto, siempre ardiente y quemante, el único que jamás conoció el aburrimiento, incapaz del bostezo, la misma juventud.

No es verdad que el paganismo sea el exaltador de la humanidad. Tal vez consiga valorarla, pero sólo el cristianismo sabe engrandecerla, exaltarla, ponerla a la altura de los sueños del hombre. Y si los cristianos no logramos transmitir esta «pasión de vida» mal podremos luego quejamos de que los movimientos más anticristianos se apoderen de las mejores banderas de la condición humana (como ha venido sucediendo en siglos pasados).

Naturalmente, cuando yo canto el entusiasmo de vivir no estoy diciendo que la vida sea dulce. El dolor, la muerte, la cruz, la injusticia, la opresión, están ahí y haría falta mucha ceguera para no verlas. Lo que digo es que hay que coger con las dos manos tanto el dolor como la alegría y enfrentarse a la muerte con la misma pasión con la que nos enfrentamos a la vida.

El dolor es humano, el amodorramiento, no. La cruz es cristiana, la galvana, no. El llanto es una forma de vivir, la morfina es un modo de deshumanizarse. Cristo nos invitó a coger la cruz y seguirle, no a tener miedo a la vida y tumbarnos, aunque nos engañemos diciendo que nos tumbamos a esperar.

Bernanos habló una vez de la gran cantidad de gentes que viven con las almas dobladas. «No se puede decir más que con espanto el número de hombres que nacen, viven y mueren sin haber usado ni una sola vez su alma, sin haberla usado ni siquiera para ofender a Dios. ¿El infierno no será precisamente el descubrir demasiado tarde, el encontrarse demasiado tarde con un alma no utilizada, cuidadosamente doblada en cuatro y estropeada por falta de uso como ciertas sedas preciosas que se guardan y no se usan precisamente por ser tan preciosas?»

«¿Es posible -se preguntaba angustiado Uke- que se pueda creer en Dios sin usarlo?» ¿Es posible que la gente viva sin usar sus vidas, sin invertir sus almas, acoquinados ante el dolor e indecisos ante la alegría, corno el bañista tímido que nunca va más allá de meter el pie en el agua y sin jamás chapuzarse en ella?

«Cuando un alma se repliega sobre sí misma -decía San Agustín- llega a tocar sus propias raíces.» Y esas raíces son la fuerza vital del Creador puesta en el ser humano al principio de los tiempos.

Sí, es cierto que esa fuente está llena de Iodos y hojarasca y sube desde ella a ratos un olor a muerte, pero también es cierto que sigue siendo un «agua viva» en la que «quienes beben nunca tendrán más sed».

 

 

Esa es la razón por la que yo me siento absolutamente incapaz de separar mi amor a Dios de mi amor al mundo, por la que jamás entenderé que se contraponga lo que él unió en su creación. El «hacia arriba» y el «hacia adelante» son para mí -como para Teilhard de Chardin- una misma tarea. No logro creer que podamos «basar el desarrollo sobrenatural en desembarazarnos de lo que es naturalmente atractivo y noble». Y me siento terriblemente feliz de tener un solo corazón y amar con él a Dios, a mis amigos, a la música y a la primavera.

Normalmente en este «Cuaderno de apuntes» yo hablo pocas veces expresamente de Dios. Pero yo sé que hablo de el siempre que aludo al amor o a la vida. Porque a mí lo que me da tantas ganas de vivir es el parecernos a él y lo que me empuja a amar es saberme amado.

Por eso pido a mis «inquisidores» que no se preocupen si yo pido a la gente que «desdoble» sus almas. No les estoy incitando a la locura o al pecado. Les estoy alejando del horrible pecado de vivir con las almas dobladas y muertas.


José Luis Martín Descazo 

Razones para la alegría

 

Milagros Rodón