Cada día me obsesiona más el misterio de Cristo, quiero decir: el misterio de su personalidad, el de sus dos naturalezas.
En la vida, todos los cristianos decimos muchas veces: «Cristo es Dios», o: «Dios se ha hecho hombre en Cristo». Y lo decimos tan tranquilos, como si acabásemos de asegurar que «este invierno ha hecho muchofrío» o que «París es la capital de Francia». Pero eso no estremece nuestro corazón, ni hace resquebrajarse nuestro entendimiento. Lo hemos dicho tantas veces que ya ni lo pensamos. Lo creemos, pero apenas significa gran cosa para nosotros.
Pero yo, lo confieso, sigo sin acostumbrarme a ello. Y cada vez que vuelvo a pensar o escribir sobre Él, se me puebla el alma de interrogantes: ¿Qué pudo significar eso de ser hombre y ser Dios al mismo tiempo?
Yo no soy un teólogo y me planteo el problema más antropológica o poéticamente que desde los puntos de vista de la teología. Pero me gustaría saber cómo experimentó el hombre Jesús su conciencia de divinidad; cómo fue descubriéndola, sin duda progresivamente; cómo entendió su muerte, Él, que era eterno; qué pensó de la condición humana, esa de la que dice la liturgia que «no se avergonzó»; qué sentía al ver que sus amigos se enamoraban de sus mujeres; cómo vivió la herida del tiempo; cómo fue aceptando su destino de redentor a través del dolor; qué pensaba de la belleza de este mundo que Él, como Dios, había creado; ¿se arrepintió alguna vez de haber creado al hombre?; ¿le dolía la muerte de sus semejantes sabiendo que Él podía impedirla?; ¿por qué le tenía aquella especie de miedo a los milagros?
Preguntas, preguntas, infinitas preguntas que probablemente no tendrán jamás respuesta en este mundo.
Preguntas que a mí me inquietan, sobre todo des de el punto de vista estético y poético. Porque ¿hay algo en el mundo que abra horizontes más hondos y profundos para el escarceo del investigador estético? La poesía es siempre un esfuerzo por asomarse al misterio. Es, como decía Rainer M. Rilke, «la cantidad de lo misterioso que el hombre puede soportar». Más allá queda la locura. O el vértigo mental. Pero ¿cómo es posible que los grandes poetas no se hayan inclinado sobre esos abismos del alma humano-divina de Cristo? Se han hecho sobre Él poemas hermosísimos. Pero todos partiendo del principio de la fe o la increencia. No desde el asombro ante esas cimas.
Ese imposible, esa semi-locura es lo que yo he intentado con mis “Apócrifos”, con los cuatro anteriores (Apócrifo, Apócrifo del domingo, El joven Dios y apócrifo de María) y con este quinto que el lector tiene en sus manos.
De ahí que este libro sea poesía o teatro, pero también mucho más: una serie de interrogantes para el alma de quien lea estas páginas. Porque, en definitiva, en Jesús nos jugamos nuestro destino, nuestra vida. De nuestra respuesta a las preguntas que Él plantea a nuestras almas depende, nada menos, nuestra salvación como seres humanos y como cristianos. Ojalá estos Diálogos de Pasión provoquen en sus lectores un diálogo que no está en este libro: el que cada uno de nosotros debe mantener con ese Dios-hombre en quien creemos.
Martín Descalzo
Introducción a “Diálogos de pasión”