Muchas de aquellas tardes se reunían a recordar, simplemente a eso: recordar. Cada uno iba volviendo de su trabajo.
—¿Y qué tal se dio la pesca, Pedro?
— Bien, bien.
Sabían que ya iban a estar poco tiempo juntos. Les asustaba un poco aquella misión que aún no terminaban de comprender, pero les dolía sobre todo el separarse como si algo fuera a romperse cuando cada uno se fuera a un ángulo del planeta. Se sentaban en torno a la mesa, silenciosos, y la luz comenzaba a descender al otro lado de la ventana.
—¿Quieres encender alguna antorcha, Juan?
Y con la luz la estancia parecía que se hiciera más íntima, más verdadera. Y a todos les parecía que, de un momento a otro, Él fuese a venir, como en los días de después de la Resurrección. Ninguno hablaba al principio, pero se sabía que todos estaban pensando en Él, ocupados en el bello oficio de recordar. Alguien, al fin, rompía:
1. Yo lo que más recuerdo es su voz. Aquella tarde Él habló más despacio que nunca. Porque sabía. Yo, en cambio, no había sospechado nada. Sí, le notaba un poco nervioso. Hablaba como si hiciera testamento, como si sus palabras tuvieran más interés que nunca y fuera necesario que no se perdiera ni una.
Aquel jueves su voz era caliente. Hubo un momento en que yo ya no entendía lo que estaba diciendo. Le oí hablar de amor y de muerte, pero sólo oía verdaderamente el tono de su voz, un tono que me iba calando dentro, como si tratara de amueblar mi alma. Nunca nadie ha hablado como Él aquella tarde. Temblaba un poco.
De sus palabras sólo recuerdo dos: Hijitos míos. Nunca nos había hablado así. Él no era tierno ni sentimental, pero aquella tarde nos habló como lo haría una madre. A la tarde siguiente me pregunté muchas veces cómo pudo amar tanto cuando sabía que estaba a punto de morir. Porque Él lo sabía. Hablaba despidiéndose. Pero no pensaba que Él se iba, sino que nosotros nos quedábamos. Hijitos míos. Me pareció que estuviera naciendo otra vez. Me acordé de mi madre, de mi pueblo. Pero ahora estaba naciendo más que hace 38 años. Su voz era caliente como un seno de madre. Hablaba despacio como si estuviera dando a luz, como si abriera o curase una herida. Aquella tarde aprendí lo que es amar.
2. Lo único que yo recuerdo son sus ojos. Me asomé a ellos y sentí vértigo; algo verdaderamente terrible iba a pasar. Mirándole a los ojos supe que moriría. Nunca creí que Él pudiera morir. Era algo que no había ni siquiera imaginado. Él era tan distinto de todos, tan de fuera de este mundo, que no parecía posible que nada de lo nuestro tuviera que ver con Él. ¿Morir? ¿Por qué había de morir Él? ¡Pero todos los hombres morían! No, Él no; Él era distinto. Por eso cuando me asomé a sus ojos sentí vértigo: ¿Era entonces posible que Él muriese?
Fue para mí como si temblara el mundo, como si viera al sol rajarse en dos pedazos y caer al mar. Pero Él estaba sereno. Hablaba de su muerte como de un viaje sin importancia, como de algo terrible pero simple, una especie de juego doloroso y feliz.
Luego, en el huerto, sus ojos fueron más humanos: tenía miedo. Entrando por la luz de su mirada, descendiendo hasta el fondo, veía una especie de terror, algo en Él que se rebelaba. ¿Algo, qué? Siempre en Él había sido todo limpio como un riachuelo. Pero aquel día al fondo de sus ojos había una noche, una noche cerrada. Uno sabía que tras la noche habría luz, pero allí sólo se veía noche y nada más que noche.
En aquel momento —en el huerto— tuve miedo de que nos hubiéramos equivocado con Él. No parecía el Gran Dios de durante la Cena, sino sólo una pequeña criatura desvalida. Por eso no tuve coraje para seguirle hasta la cruz. Únicamente en el último minuto —cuando se alejó de nosotros entre la turba, cuando nosotros nos quedamos como paralizados—– Él se volvió y nos miró con los ojos construidos nuevamente de luz, con los mismo ojos que había tenido a lo largo de toda la Cena. Me sentí más miserable que nunca al no saber seguirle. Pero también me sentí protegido muy por encima de todas mis traiciones.
3. Yo siento una gran tristeza recordando aquella tarde. Había estado todo el día afanado y cuando llegó la Cena sólo tenía sueño. Vosotros comprendéis: hubo que buscar la casa para cenar, comprar el cordero, prepararlo… Me dolía la cabeza y sólo tenía deseos de dormir. ¿Veis? Uno puede asistir a la cosa más grande de los siglos y sólo sentir sueño.
Comprendía que estaba diciendo cosas muy importantes, hice esfuerzos por oírle. Pero todo era inútil; en mi cabeza sólo había un pensamiento: el deseo de que terminase pronto. Para dormir. Él no acababa, yo me estaba poniendo impaciente. Parecía que no fuera a terminar nunca, te daba la impresión de que iba a levantarse y salir, y comenzaba a hablar de nuevo, como si aún hubiera algo que era imprescindible decir. Repetía, repetía las cosas. ¿Os acordáis que luego tuvisteis que contarme todo lo que había dicho? Yo apenas me enteré. Así es el hombre; así. Las horas más hermosas las duerme.
Se levantó al fin y dijo que había que ir al huerto. ¿Recordáis que intenté protestar? Él me miró con tristeza pero sin reproche: Más que nunca es necesario orar en esta noche. Hay que hacer un esfuerzo y vigilar, no vayáis a caer en la tentación.
¿Por qué en esta noche más que nunca? No lo entendí y apenas llegamos al huerto caí dormido. Sólo al día siguiente —al sentirme cobarde, al no atreverme a ir con Él hasta el monte— comprendí que el sueño me había arrebatado el coraje en el día más importa te de mi vida.
4. Ya me conocéis. Sabéis que soy un hombre que no sabe creer más que lo que toca, que no me gustan los sueños ni los misterios. Y Él estaba haciéndose cada día más extraño y misterioso, todo en sus palabras tenía un doble sentido, un trasfondo vertiginoso. Descubría demasiadas cosas a la vez y yo no tenía tiempo de asimilarlas. Era como caer en un tenebroso abismo de luz, abismo con tanta luz que te cegara y al final no vieras sino oscuridad.
Por eso yo intentaba detenerle, hacer que explicara las cosas más detenidamente. Hablaba de ir a prepararnos un lugar al que nosotros habríamos de llegar un día. ¿Pero cómo íbamos nosotros a llegar a ese sitio preparado si ni siquiera sabíamos por dónde iba a ir Él? Sí, vivir a su lado era caminar de sorpresa en sorpresa, de descubrimiento en descubrimiento.
Pero fue lo del pan sobre todo lo que me desbordó. Comprendedlo: alguien coge un trozo de pan, gemelo al que tú acabas de comer, lo bendice y te lo alarga, diciendo: Come esto, es mi cuerpo. ¿Acaso podía creerse como quien bebe un vaso de agua? Algo se rebeló dentro de mí. ¿Se había vuelto loco? No sé si vosotros pudisteis comprender aquello. Yo lo entendí bien: Él no hablaba en parábolas en aquel momento. Sabía lo que decía. Y estaba diciendo que aquel pan era su Cuerpo.
Lo mastiqué buscándole un sabor a carne. Pero era pan, pan, sabía a pan, olía a pan. Le miré angustiado. Él me miró profundo y yo supe que Él había adivinado mis miedos. Era como si me invitara a meter la mano por sus ojos, llegar hasta su alma, comprender.
Sí, comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo. Su voz no aclaró nada. Dejó todo en aquella penumbra misteriosa. Pero yo comprendí que había que ir hacia Él como saltando en la noche. Y, de pronto, sin que nada nuevo hubiera sucedido, tuve el coraje de creer.
5. A mí me golpearon aquellas palabras suyas, aquel estáis limpios, aunque no todos. Bajé hasta el fondo de mí y tuve miedo. ¿Quién está limpio? ¿Quién puede presumir de estarlo? Toda mi alma se pobló de recuerdos y en todos había una esquirla de tristeza.
Lo que más me pesaba era el dinero. ¿Sabéis cuánto mancha el dinero? Empiezas tu oficio de cambista como un oficio cualquiera, algo tan honorable como pescador o carpintero. Pero pronto el alma se te empieza a llenar de ambiciones, el oro que te pasa por las manos te va poniendo un sabor ácido en la boca y comienzas a soñar. Primero son sueños generosos: hacer el bien a los demás, redimir a los pobres. Te sientes casi orgulloso de tus sueños. Hasta que un día te sientes atrapado: todos tus sueños giran ya en torno a ti, te sientes rico: si sueñas hacer limosa no es por la limosna que haces, sino por hacerla tú; si piensas en hacer el bien es para dar pan y conquistar a cambio corazones. Sí, vosotros no sabéis cómo envenena el oro. Basta vivir un año en su compañía para que se te pegue al corazón como una máscara.
Por eso tuve miedo. Cuando Él dijo: «No todos estáis limpios» supe que se refería a mí. Quise disculparme a mí mismo pensando que hablaría de Judas, pero no supe engañarme. Le miré. Con los ojos le dije que Él sabía que había dejado mis mesas de cambista para seguirle. Él me miró como animándome, como si estuviera eligiéndome otra vez. Por eso tomé el pan. Y al acercarlo hasta mis labios supe que el amor es más fuerte que el dinero.
6. El amor, eso era lo que a mí me asustaba. Todas sus palabras hablaban de amor, sobre todo aquella noche. Y mi corazón estaba lleno de odio. Él estaba diciendo «amaos los unos a los otros como Yo os he amado» y yo no sabía amar. Amarle a Él o a vosotros era fácil. ¿Pero podía acaso amarse a Judas? Él estaba allí y era como si todo se quebrase.
Me conocéis, soy un hijo del trueno, me gustan las verdades tajantes, el agua clara. Por eso nunca pude amar a Judas. Más aún: no comprendía que Él le amase. Me hubiera gustado que le desenmascarase abiertamente. Incluso el viernes lo pensé: si Él lo hubiera dicho claramente durante la Cena, Judas no habría podido hacer lo que hizo. Teníamos dos espadas. No eran bastantes para la turba del huerto. Pero sí hubiera bastado para él.
El viernes sentí dentro de mí una rebeldía: realmente estaba muriendo por su gusto, un poco más de coraje en la defensa de su mensaje y nada de lo del viernes habría pasado. Sólo más tarde comprendí el amor, comprendí que lo que yo llamaba defensa de la verdad era tan sólo violencia, que lo que yo llamaba agua clara era simplemente egoísmo, y que Él, muriendo por su gusto, iba más allá en la victoria que cien millones de espadas. Hijo del trueno, eso soy, ruido inútil. Él era hijo del hombre y no trabajaba con espadas, sino con amor, con esa cosa enorme y magnífica que a mí me asustó aquella noche oyéndole hablar.
7. Lo que yo sentí fue angustia: ¿Entonces era verdad que Él se iba? Todas las palabras de aquella Cena tenían un aire de despedida, y de despedida en derrota. «Viene el príncipe de este mundo… si me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros…», « golpearé al pastor y se dispersarán las ovejas… » ¿Éste era entonces el final: la desbandada?
Había que poner punto final a aquellos tres años magníficos, había que cerrar el cofre de los sueños. Con lo bien que había comenzado todo: la gente le seguía como corderillos, hasta nosotros hacíamos ya milagros. Y de pronto: punto final, se acabó.
¿Pero qué habíamos hecho? ¿Para qué servía nuestra obra si ahora se la llevaba el viento así? ¿No era acaso Él el libertador de Israel? Al principio yo había creído que se trataba de una libertad de Roma. Ya me costó renunciar a este sueño. Pero aún el liberar a las almas era una gran tarea, casi mayor que la que yo había soñado. Y también esto se me venía abajo. ¿Cuántos éramos los que creíamos en Él? Nadie prácticamente. Y Él se iba. Y dejando todo a medias. E incluso nos anunciaba que seríamos dispersados como ovejas sin pastor.
No entendía nada. Comí el pan, tragué el pan, devoré el pan como si en él fuera a encontrar la respuesta. Y la angustia no se fue. Sólo allá lejos, al fondo, presentí una fuerza, algo que no me liberaría de la angustia, pero que me sostendría a la hora del combate.
8. Yo, al contrario, aquella noche descubrí que no se iba. Llevaba mucho tiempo preguntándomelo. Y cuando Él se vaya, ¿qué? Porque Él tendría que irse un día y yo sabía muy bien que nosotros no éramos capaces de llevar tanto amor sobre nuestros hombros. ¿Cómo nos iba a sostener, quién iba a estar a nuestro lado?
Cuando Él nos tendió el pan comprendí que ése era su modo de quedarse. No, no creáis que me costó esfuerzo alguno. Quizás Él me había sembrado una semilla más fuerte de fe. No sé, pero yo entonces supe que aquello era verdad sin poder ponerlo siquiera en duda. «Un poquito y ya no me veréis, otro poquito y volveréis a verme». Todo era claro, morir para Él no era morir, porque Él tenía soluciones para, a la vez, partir y quedarse.
Algo hubo que no esperaba. Aquel haced esto en memoria mía. Quise preguntarle qué quería decir. Pero también alguien me lo explicó dentro: bastaría entonces que uno de nosotros cogiera el pan entre las manos para que Él volviese a estar entre nosotros. Sí, así era. Fue una alegría tan grande que me lo borró todo. Una lágrima quiso subir a mis ojos. Pero no era hora para lágrimas. Me sentí más lleno que nunca y Él me pareció más gigante que en todos sus milagros. Comprendí muy bien el gesto sereno con que se enfrentaba a la muerte. ¿Qué puede temer un ser con el corazón más grande que la muerte y que los siglos?
9. ¿Recordáis que yo le pedí que nos enseñara al Padre? Es curioso: uno puede convivir con alguien durante años, oírle hablar sin descanso, a todas horas, y acabar sin entender lo fundamental de su mensaje.
Él hablaba siempre del Padre. Parecía que esto fuera lo único que le importaba, lo único en lo que se sentía a gusto. Cuando le hablábamos de sus milagros cambiaba rápido de conversación, como si se encontrase en tierra extraña. Pero si alguien le preguntaba por el Padre, sus ojos se encandilaban y hablaba horas, horas, horas.
Por eso yo le dije: «Enséñanos al Padre». Tenía miedo no se fuera a marchar sin explicarnos bien esto, lo fundamental.
¿Recordáis sus ojos al responderme? Son difíciles de olvidar. Una especie de tristeza, como la de quien ha fracasado en un gran amor.
«Hace tanto tiempo que estoy entre vosotros –dijo– y aún no me habéis conocido? Felipe, quien me ve a Mí, ve también al Padre. ¿No creéis que Yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?»
Sentí como si alguien me transportara a los cielos. ¿Entonces era verdad? Apenas me atrevía a sospecharlo. Él lo había dicho muchas veces, pero me parecía que aquello tenía que ser una metáfora, una imagen. Y he aquí que de pronto aquello me pareció claro, traslúcido. ¿Él era entonces Dios? ¿El mismo Yahvé?
Ahora es fácil comprenderlo. Pero, ¿quién hubiera osado pensarlo antes de la resurrección? ¿Quién lo hubiera sostenido dos horas después, en el huerto? Y sin embargo, era verdad. Buscabas a Dios toda la vida en lo alto de los cielos, y un día Él venía a sentarse en tu mesa, partía el pan, y te decía: «Come, éste es el cuerpo de Dios».
En la boca el Pan me supo a caliente, como si estuviera chorreando sangre. El Omnipotente, el Señor de los Ejércitos, se sometía a mis dientes como horas después iba a someterse a los clavos romanos. El cielo y la tierra daban vueltas. Nunca me he sentido más orgulloso de ser hombre.
10. Me maravilla aún lo poco que recuerdo de aquella noche. Cuando un hombre traiciona parece como si la traición borrara todo. De cuanto entonces pasó sólo me ha quedado la imagen del pobre Pedro fanfarroneando, el sonido del canto del gallo y el sabor de las lágrimas corriendo por mi piel.
Y los ojos de Él. Sí, esto más que todo. No, Él no nos condenó aquella noche. Sabía bien la mediocridad de todos nosotros, nos medía como mide un sastre una túnica, hablaba de nuestro abandono como si lo hubiera visto antes de que le abandonásemos. Pero Él lo dijo: estábamos limpios. Era el amor quien nos cegaba; el amor y nuestra torpeza.
Yo le hubiera querido ver triunfante y no sabía que el triunfo era en la cruz. Por eso no le entendí. Me dolía que no se rebelara contra la muerte, que estuviera dispuesto a dejarse devorar. Quizá en el fondo me ilusionaba el ser yo quien le defendiera, le sentía casi como un hijo en aquella noche en que Él parecía más débil. Estaba triste y me pareció que nos necesitaba. Eso creía, pobre tonto de mí, cuando éramos nosotros quienes aquella misma noche íbamos a necesitarlo todo de Él, que nunca fue más fuerte que entonces.
Sí, me gusta que Él no pudiera estar orgulloso de nosotros a cambio de que nosotros podamos estar tan orgullosos de Él. Moría y nos estaba sosteniendo. Era como una vid incendiada que siguiera en medio de las llamas dando savia y jugo a sus sarmientos. Él rezó por nosotros, sumergió en su oración nuestras traiciones. Nos amaba, nos amaba de veras: no aceptó mis bravatas, pero sí mis lágrimas.
11. Nos amaba, sí. Eso fue lo mejor de aquella noche. Yo lo supe muy bien, yo que tenía mi cabeza cerca de su corazón. ¿Recordáis que su rostro estaba ardiendo? Una vez puso su mano sobre la mía y fue como si me acercaran una hoguera. Tenía fiebre y los ojos le brillaban como si dentro hubieran encendido una luz.
Nunca se ha amado tanto en el mundo como aquella noche. Algo estaba girando en la historia de la tierra. Desde aquella noche hasta Dios era distinto, un Dios vertiginosamente volcado hacia el amor. Lo comprendí muy bien cuando Él empezó a hablar. Por eso me aprendí todas sus palabras, yo sabía muy bien que una sílaba perdida en aquella noche hubiera sido perder toda la sabiduría de los siglos.
¿Os acordáis, os acordáis de todas sus palabras? Parece que hubiera venido al mundo sólo para decirlas. Luego todo lo que hizo era sólo realizarlas, como realiza el alfarero el cántaro que soñó. El pan, la sangre en el huerto, la muerte misma, eran un fruto del árbol que sus palabras nos mostraron. Sangre, dolor, latigazos, todo era secundario ya. El árbol era de amor y cuando nos lo enseñó era como si ya estuviese todo consumado. Morir, morir no tiene importancia. Cuando un hombre ama, ya ha muerto. Cuando un hombre da dado su corazón, ya lo ha dado todo. Cuando alguien ha ofrecido su sangre para beber, ya la ha derramado.
Por eso no supimos seguirle, por eso nos quedamos todos en esta ribera. No, no fue cobardía. ¿Acaso era yo más valiente que vosotros? Seguirle hasta la cruz o quedarse en casa era lo mismo. Yo estuve junto a Él, pero infinitamente lejos. Él estaba en el Amor, por eso no supimos seguir. Por eso estamos ahora recordándole, intentando darle lo único que el hombre tiene de importante: no la vida, no la sangre, no las manos, sino el Amor, ese pedazo de Dios que Él metió dentro de nosotros aquella tarde, aquel Corazón que nos repartió cuando nos repartió el Pan.
La noche había caído cuando Juan acabó de hablar. Las antorchas brillaban con luces rojas. Hubo un largo silencio en el que todos se miraron como comprendiendo que los recuerdo son hermosos, pero sólo son recuerdos. Faltaba algo. Pedro lo entendió muy bien. «Ahora —dijo— es la hora de recuerdo de verdad. Hagamos todo como Él nos lo dijo y esta hora seguirá sonando idéntica a la de entonces. Él vendrá. Está viniendo. Porque en su memoria voy a partir el Pan». Y tomándolo entre sus manos lo bendijo, lo partió y se lo entregó diciendo: «Tomad y comed de él».
José Luis Martín Descalzo
en “Siempre es Viernes Santo”