Poned sobre mi tumba mi nombre.
Y mi apellido: sacerdote.
Y nada más.
Porque jamás he sido
ni querido ser
otra cosa.
Cuidad de que mis manos queden libres
o atadas por la cinta
de mi ordenación.
Procurad que mis ojos permanezcan
bien abiertos,
asombrados
aún de tanto amor
como me dieron en un lejano día
de San José.
Y decidle a la gente
que perdone,
si tantas, tantas veces me ahorré
yo, que era para ser repartido
como el pan que brotaba
de mis manos.
Explicadles que hubiera
deseado ser transparente para todos
yo, que sabía bien en dónde estaba
la fresca fuente fría de la que mana Dios.
Atrapado por El en la lejana
jaula de mis veintidós años
¡cuántas veces quise ser otras cosas
y me descubrí siendo
tan sólo un expropiado
por utilidad pública, como un cisne encerrado
en su pequeño lago!
¡Y cómo me crecían las espigas
entre las manos! ¡Y cómo me guiaban
sin saber quién ni a dónde!
Y yo, que apenas era un niño, tenía
tantas almas colgadas de mis manos
que ni un gigante hubiera
podido levantarlas. Y llevaba
carbones encendidos en la boca
y no eran mías mis palabras,
ni mío mi corazón.
Pero aquellas palabras alquiladas
y mi prestado corazón caían rebotando
de alma en alma e iluminaban
sin que yo tuviera
aquella luz que a los demás cedía.
La fuente fría de Dios transcurría
dentro de mí, mientras yo estaba seco
y mis labios apenas conocían
la frescura de Dios que regalaban.
¡Ah, cómo me envolvía el misterio!
¡Qué pequeño y enorme el fruto de mis manos!
¡Qué oscura noche ceñía mis costados
mientras yo daba luz salida no sé de dónde!
Ahora ya sé bien que nada hice
que fuera mío. Que donde yo ponía
pan o vino, o mi cansancio y mis palabras,
Alguien lo convertía en carne y sangre,
cual si también yo mismo estuviera
consagrado.
Y que yo no sabría jamás
quién bendecía cuando yo bendecía
y que mi voz también amanecía en otros
aunque era noche en mí.
¡Oh, noche que guiaste
cada día mis pasos y que ahora
me sigues sosteniendo en el cansancio,
noche que multiplicas mi diminuto amor,
noche que alumbras mi paso vacilante hacia el final!
Déjame bendecirte con mis manos atadas
que te suplican:
Sigue, sigue,río de Dios, lamiendo
mis resecas orillas;
sigue tú sosteniendo estos tartamudeos
que nada dicen sino lo que tú dices
a través de mis labios asombrados;
sigue, pan, floreciendo entre mis dedos
hasta que un día duerman, por fin, mis huesos
mientras tú sigues
hablando a mis hermanos
a través de mi última, definitiva, noche.
Fragmento de Testamento del pájaro solitario
José Luis Martín Desalzo