Ingresamos en la Semana Santa, la semana grande, la más significativa durante el año litúrgico. Durante éstos días volvemos a vivir la intensidad de la ofrenda de amor de Dios en su hijo. Y nos animamos a vivirlo con alegría, como quien se sabe profundamente amado.
No queremos que se nos pase de largo, y con hondura queremos acompañar a Jesús camino a Jerusalén. Valemos la vida del Hijo de Dios, y desde la gratuidad de la vida que se nos regala, queremos compartirla con los demás. Lanzarnos con Jesús para alimentar a una multitud sedienta de sentido y de amor. Como dice el P. Julio Merediz, el Señor no nos pregunta cuánto hemos entendido de su predicación ni cuánta capacidad tenemos, sino cuál es la hondura de nuestro amor.
Señor mío, ya comenzamos la Semana Santa, ésta semana grande donde conmemoramos lo mejor de tu vida, tu amor llevado al extremo.
Saberlo, me llena de vértigo. No sé cómo vivirla, no sé cómo hacer para que no se me pase de largo. Te pido me des la gracia de poder acompañarte… Con vos poder decidir subir a Jerusalén… Con vos poder entrar triunfante el Domingo de Ramos para que el corazón se ensanche…
Con vos compartir la última cena… que me laves los pies, y que el corazón se me estruje ante semejante acto de amor… Con vos compartir la mesa, compartir el pan y el vino… Con vos orar en el monte de los olivos, y mientras entregás tu voluntad al Padre, acompañarte con la oración, estando como mejor me salga…
Con vos recibir el beso de Judas, y salirle al encuentro al Pedro desesperado que impulsivamente agarra la espada. Con vos sufrir la incomprensión y la envidia de los poderosos, los juicios injustos y la impotencia del poder. Con vos padecer la flagelación y la coronación de espinas… Con vos ir camino con la cruz, y poder ser esa Verónica que enjuga tu rostro… ser las mujeres que te acompañan en el camino… ser Juan que permanece en la cruz, y a quien le confiás a tu Madre… ser como María que en medio del dolor sabe que la Vida siempre puede más… ser como el ladrón que sabiéndose pecador, pide misericordia… ser José de Arimatea que arriesga su vida por pedir tu cuerpo muerto… ser el centurión y que caiga de rodillas al descubrir tu grandeza y con él decir “verdaderamente éste es el Hijo de Dios”… ser María Magdalena que corre a verte en el sepulcro, y se sorprende con que ya no estás ahí.
La muerte ha sido vencida, y llamándome por mi nombre, me das una nueva vida.