Jesús, te has sentado a la mesa de la eterna fiesta de la fraternidad.
Sabés muy bien lo que hay dentro de cada uno de nosotros, tus invitados.
Te compadeces tanto de nuestras debilidades, que querés quedarte
para siempre con nosotros y así poder darnos una mano cuando sea necesario.
Te has sentado a la mesa e invitaste a comer a todo el mundo.
Se acabó la negativa a compartir;
la división entre los hermanos ya no tiene sentido;
el desprecio por los pobres se convierte
en acogida y servicio al lavarles los pies
con gestos reales de entrega radical.
Sí, te has sentado a la mesa y nos dices de corazón
que has deseado enormemente comer
esta comida pascual con nosotros, antes de padecer.
Consciente de que había llegado tu hora, Jesús, habiéndonos amado,
nos amaste hasta el extremo.
Y ya tienes un pan en la mano, que bendices y nos repartes,
animándonos a que lo comamos porque es tu cuerpo.
Y sin haber podido salir aún de nuestro asombro, llenaste la copa de vino
y nos la pasas también para que bebamos, porque es tu sangre.
Y nos dices que te vas, pero que cada vez que nos reunamos
y repitamos este gesto del pan y del vino,
Vos estarás a nuestro lado para que podamos anunciar
al mundo tu muerte y resurrección.
Cristo maravilloso, gracias por enseñamos a descubrir al hermano,
a tender la mano, a poner la otra mejilla, a compartir pan y hogar.
Gracias por ese poco de pan en tus manos y ese vaso de vino,
con los que nos dices cómo se vence el pecado, el hambre, la muerte.
Que ahora nosotros continuemos tu lucha para que todo hombre y mujer
sean queridos y respetados, para que a nadie
le sea negado el pan y el trabajo,
para que los niños puedan reír ilusionados.
Hoy, día del amor fraterno, que procure partir tu pan con el hambriento,
hospedar a los pobres sin techo y vestir al que vea desnudo.
En la última cena, Jesús, nos dijiste con tu propia vida entregada a la muerte,
que lo único que vale es el amor a los hermanos,
hasta ser capaces de dar la vida por ellos.
“Quien pierde su vida, la gana para siempre”.
Hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de toda la humanidad,
tomás el pan y dices: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo”.
Luego tomás la copa, y agregás: “Tomen y beban, porque esa es mi sangre”.
Y nos suplicás , Jesús, que siempre y donde estemos hagamos lo que acabás de hacer.
Gracias, Padre Dios, por tanto amor.
Gracias, Jesús, porque en la última cena inventaste la misa;
porque el Jueves Santo nos enseñaste a servir.
Gracias, Jesús, porque incluso llamaste amigo al traidor Judas;
porque nos diste un Mandamiento Nuevo;
porque nos has dado un corazón parecido al tuyo.
Amén