Cuando la experiencia de lo que se ha vivido en la barca, se pone ante Dios, enseña.
Necesitamos invitar a Jesús a que venga a sentarse allí, en nuestra barca, junto a nosotros. Él nos acompañará a encontrar la enseñanza que, de momento, se nos escapa.
Lo que Jesús enseñe, no será sino “desde” la barca. Es decir, desde lo vivido y desde quien lo ha vivido. Nuestro diálogo con él, por tanto, tendrá que tener este marco de referencia para evitar irse por las ramas o entrar en discursos que no llevan a nada.
La barca experimenta los efectos de la pesca. De acuerdo a cómo haya sido, vuelve llena o vacía. Y esto se deja sentir: no avanza de igual manera cuando va cargada de peces, que cuando no lo está. Así, la barca, se vuelve imagen de nuestro propio corazón. También él experimenta “cómo vuelve”, después de “sus salidas”. También él siente días “llenos” y “vacíos”; y no avanza igual en unos que en otros.
Ahora bien, si sea como sea que haya sido la pesca, la barca se cuida, también debemos cuidar y proteger el corazón, sea como sea que nos haya ido. Si no, entramos en el descuido y dejadez que suelen seguir a todo desánimo.
¿Cómo se lo cuida? Como a toda barca: a sus tiempos, hay que reparar los efectos propios del “desgaste”. No es un “acorazado”, es una simple barca que sufre los golpes, los cambios de temperatura y las cargas. Si no se lo cuida, aún cuando venga lleno, correrá el peligro de que se le filtre en pequeñas cantidades el agua de la tristeza.
Quien lo repara es Jesús; y lo hace, enseñando por dónde se nos está filtrando el gozo y estamos perdiendo las fuerzas.
Javier Albisu