La cita se vuelve a repetir. Si bien la puntualidad no es una de mis mayores cualidades, en este caso cobra una importancia fundmental.
Un golpecito suave en el vidrio indica a quienes cubrían la hora anterior que su relevo estaba afuera. Una mujer nos abre la puerta, intercambiamos sonrisas, nos deseamos las buenas noches y se va.
En el templo todavia hace calor, está en penumbras y en silencio. Nos abrimos paso entre los bancos hacia el presbiterio, coronado por la Inmaculada (una de las pocas imágenes que está iluminada) y entramos por la puerta que está a su derecha.
La capilla de adoración es chiquita, hay más luz y un clima un tanto más fresco; la ventana que da a la calle deja entrar una agradable brisa. Algunas sillas, dos reclinatorios, almohadones, libros y música a disposición, la custodia sobre el altar. Ponemos nuestros nombres en la planilla y firmamos.
Son relativamente pocas las veces en que me sumé a una hora de adoración completa, pero en algún momento siempre me embarga el mismo pensamiento: el de saber que la presencia real de Jesús esté ahí, esperando, y que ese “poder estar” de esa manera depende de la gente que va a cuidarlo y acompañarlo (o dejarse acompañar por Él). Que el Rey de reyes sea tan grande y a la vez tan frágil como aquel pequeño niño que nació en un pesebre me parece sencillamente conmovedor… sin el compromiso de esas almas que se suceden hora tras hora sería imposible mantener algo así. Pienso por ejemplo en aquellos adoradores que cubren las franjas de madrugada, que sacrifican horas de sueño para levantarse y llegar hasta acá y mi admiración crece aún más. Pienso en ellos, en quienes vienen antes de arrancar su jornada, en los que conozco y en tantos otros que no, y agradezco a Dios por eso.
Los sonidos del afuera parecen desvanecerse y, junto con ellos, todas las preocupaciones con las que cargaba. No desaparecen mágicamente, sino que ahora encuentran un lugar mejor en donde descansar. Los acordes de una guitarra y las letras que alguien alguna vez escribió ayudan a rezar, el silencio -en tanto- ayuda a escuchar. Qué lindo que estés acá, qué bueno volver a verte…
Los ojos fijos, queriendo fundirse en su mirada. Contemplando, dejándose ver, llenándonos de amor.
“Yo lo miro y Él me mira, nada más”.
Y así vamos recorriendo nuestra vida, nuestros proyectos, los de nuestros seres queridos, las cosas que pasan en el mundo… todo cabe y todo es oído por Él, en una conversación que muchas veces ocurre sin palabras. Porque a veces se acaban, porque a veces sobran, porque a veces no encontramos las correctas… y porque para quien conoce nuestro corazón tampoco son tan necesarias.
La mirada también se dirige a la imagen que está detrás. María, madre de la ternura y del Amor. Siempre presente, siempre cercana. Estando en Fátima un sacerdote me dijo que la mejor manera de honrarla era demostrando amor por su Hijo, como mujer que es madre no habría regalo mejor. Cada vez que estoy frente al Santísimo recuerdo la sencillez y profundidad de esas palabras, y mis pensamientos van a ella.
Un golpecito en la ventana me soprende, sacándome de ese sitio en dónde estaba. La hora pasa rápido. Son las doce de la noche y esta vez es un matrimonio el que viene a tomar la posta.
Me despido de mis amigos y emprendo el camino a casa.