Soy yo la sorda a tus palabras, Vos me hablás en el silencio y yo no te puedo escuchar. Estoy sorda y este es mi desierto. Y por lo tanto, como no te escucho, aunque sé que me hablás, no puedo pronunciar palabras que vengan de Vos. Muda para anunciarte simplemente porque no te oigo.
Y acá estoy, intentando decirte que me cures, que necesito tu mirada de amor y necesito que se abran mis oídos a tu mensaje. Te doy este tiempo a cuentagotas como si yo tuviera el control, como si fuera yo quien regulara nuestro diálogo. Perdóname, Señor, tengo tanto por aprender. Te necesito. Ven con tu Santo Espíritu y abrí mis oídos.
Incluso ahora, en tiempos de cuarentena, que se supone que tengo todo el tiempo o que el tiempo no me condiciona y no hay excusas para no estar con Vos, para no rezar, para no profundizar la vida… no lo hago, lo pospongo, lo evito. No hay excusas pero yo las invento. Y me propongo hacer mil cosas antes que estar con Vos y todo parece más urgente que preguntarme, que cuestionarme y entonces “avanzo”, “adelanto” clases y hago una y otra cosa pero en ninguna estoy, pero mientras tanto no soy. Y por hacer lo de mañana, me olvido una vez más de este hoy, regalo infinito que llevo en mi vasija de barro. Este hoy en el que se esconde el misterio de la Vida. Veo mi vasija hecha de pedazos, imperfecta, con miles de asperezas, frágil y me pregunto: ¿a quién podrá serle útil? y descubro en la profundidad de mi ser que a Vos, Señor, te sirve esta pobre vasija, hecha de pedacitos, quebradiza, frágil, defectuosa, áspera, inacabada.
Y yo que confío en Vos, te entrego esta, mi miseria, para que Tú, mi alfarero, la conviertas. Si Tú no la llenas por dentro, esta vasija de poco servirá. Solo Tú, Señor, la puedes colmar, solo Tú la puedes moldear.