“Tengan la valentía de ir contracorriente”

domingo, 1 de abril de
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Durante la homilía de la celebración de la Pasión desde la Basílica de San Pedro, el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, habló a los jóvenes, invitándonos concretamente a asumir el compromismo con el amor y el camino que Cristo nos llama a cada uno a recorrer:

 

“En el año en que la Iglesia celebra un sínodo sobre los jóvenes y quiere ponerlos en el centro de la propia preocupación pastoral, la presencia en el Calvario del discípulo al que Jesús amaba encierra un mensaje especial: tenemos todos los motivos para creer que Juan se adhirió a Jesús cuando todavía era bastante joven; fue un auténtico enamoramiento. Todo el resto pasó de golpe a segunda línea, fue un encuentro personal, existencial.

 

(…) Justamente nos esforzaremos en este año por descubrir qué espera Cristo de los jóvenes, qué pueden dar a la Iglesia y a la sociedad. Lo más importante, sin embargo, es otra cosa: es hacer conocer a los jóvenes lo que Jesús tiene que aportarles. Alegría plena, vida en abundancia. Es más: vida eterna. Es lo que Juan descubre estando con Jesús. Hagamos que en todos los discursos sobre los jóvenes y a los jóvenes resuene en el trasfondo la apremiante invitación del Santo Padre en la Evangelii gaudium: “Invito a todo cristiano, en este caso a cada joven, a cada chico, en cualquier lugar y situación que se encuentre a renovar hoy mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por él, de buscarlo cada día sin descanso. No hay motivo para que alguien pueda pensar que esta invitación no es para él.” (EG 3)

 

(…) Además del ejemplo, de su vida, el evangelista Juan dejó también un mensaje escrito a los jóvenes. En su primera carta leemos estas conmovedoras palabras de un anciano a los jóvenes de sus iglesias: “Les escribo a ustedes jóvenes porque son fuertes y la Palabra de Dios permanece en ustedes y han vencido al maligno. ¡No amen al mundo ni a las cosas del mundo!” (1 Jn 2,14-15).  El mundo que no debemos amar y al cual no debemos someternos no es, lo sabemos, el mundo creado y amado por Dios, no son los hombres del mundo a cuyo encuentro, por el contrario, siempre debemos ir, especialmente a los pobres y a los últimos. El “mezclarse” con este mundo de sufrimiento y de la marginación es, paradójicamente, el mejor modo de “separarse” del mundo porque es ir allá donde el mundo evita ir con todas sus fuerzas. Es separarse del principio mismo que rige el mundo, es decir, el egoísmo.

 

No, el mundo que no hay que amar es otro; es el mundo tal como ha llegado a ser bajo el dominio de Satanás y del pecado, el “espíritu que está en el aire”, lo llama San Pablo (Ef 2,1-2). (…) “Se determina un espíritu de gran intensidad histórica al que el individuo difícilmente se puede sustraer. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos evidente, actuar o pensar o decir algo contra él es considerado cosa absurda o incluso una injusticia o un delito, entonces no se osa ya situarse frente a las cosas, a la situación y, sobre todo, a la vida de manera diferente a como las presenta” (Heinrich Schlier). Es lo que llamamos adaptación al espíritu de los tiempos: el conformismo.

 

Un gran poeta creyente del siglo pasado escribió tres versos que dicen más que libros enteros: “En un mundo de fugitivos, la persona que toma la dirección opuesta parece un desertor” (T.S. Eliot). Queridos jóvenes cristianos, si me están escuchando, si se le permite a un anciano como Juan dirigirse directamente a ustedes, los exhorto: sean los que toman la dirección opuesta, tengan la valentía de ir contracorriente, la dirección opuesta para nosotros no es un lugar, es una persona: es Jesús, nuestro amigo y redentor, nuestro Salvador.

 

Se les confía particularmente una tarea: salvar el amor humano de la deriva trágica en la que ha terminado, el amor que ya no es don de sí, sino sólo posesión, a menudo violenta y tiránica, del otro. En la cruz, Jesús se reveló como ágape, amor que se dona. Pero el ágape nunca está separado del eros, del amor de búsqueda, del deseo y de la alegría de ser amado. Dios no nos hace sólo la caridad de amarnos, nos desea. En toda la Biblia se revela como esposo enamorado y celoso. También el suyo es un amor erótico, en el sentido noble de este término, explicó Benedicto XVI en la encíclica “Deus caritas est”: “Eros y ágape, amor ascendente y descendente, nunca llegan a separarse completamente. […] La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole, al mismo tiempo, nuevas dimensiones” (nn 7-8).

 

No se trata, pues, de renunciar a las alegrías del amor, a la atracción y al eros, sino saber unir al eros el ágape, al deseo del otro, la capacidad de darse al otro, recordando lo que San Pablo refiere como un dicho de Jesús que no está en los evangelios: “hay más alegría en dar que en recibir”. Es una capacidad que no se forja en un día, es necesario prepararse para donarse totalmente uno mismo a otra criatura en el matrimonio o a Dios en la vida consagrada. Es necesario prepararse con tiempo, empezando por donar el propio tiempo, la sonrisa y la propia juventud en la familia, en la parroquia, en el voluntariado, lo que muchos de ustedes ya hacen. Jesús en la cruz no sólo nos ha dado el ejemplo de un amor de donación llevado hasta el extremo: nos ha merecido la gracia de poderlo ejercitar en pequeña parte en nuestra vida. El agua y la sangre que brotaron de su costado llegan a nosotros hoy en los sacramentos de la Iglesia, en la Palabra. Pero también, sólo mirando con fe al Crucificado, que es lo que haremos dentro de poco.”

 

Vicky Carreño