Sor María de la Eucaristía quería encender las velas para una procesión. No tenía fósforos, pero al ver la lamparita que arde ante las reliquias, se acercó. Pero, ¡vaya!, la encontró medio apagada, no quedaba más que un débil destello en la mecha carbonizada. Sin embargo, consiguió encender su vela, y, gracias a su vela, se fueron encendiendo todas las de la comunidad. Fue aquella lamparita medio apagada la que produjo aquellas hermosas llamas que, a su vez, hubieran podido producir infinidad de otras e incluso encender el universo. Sin embargo, la causa primera de ese incendio se debería siempre a aquella lamparita. ¿Cómo es entonces que, sabiendo esto, las hermosas llamas podrían gloriarse de haber provocado semejante incendio, cuando ellas mismas sólo se encendieron gracias a aquella chispita?…
Lo mismo ocurre con la comunión de los santos. Muchas veces, sin que nosotros lo sepamos, las gracias y las luces que recibimos las debemos a un alma escondida, porque Dios quiere que los santos se comuniquen la gracia unos a otros por medio de la oración, para que en el cielo se amen con un gran amor, con un amor todavía mucho mayor que el amor de la familia, incluso el de la familia más ideal de la tierra. ¡Cuántas veces he pensado si no podría yo deber todas las gracias que he recibido a las oraciones de un alma que haya pedido por mí a Dios y a la que no conoceré sino en el cielo!
Sí, una chispita muy pequeña puede hacer brotar grandes lumbreras en toda la Iglesia, como doctores y mártires, que estarán muy por encima de ella en el cielo; ¿pero quién podría afirmar que la gloria de aquellos no se convertirá en la suya propia?
En el cielo no habrá miradas de indiferencia, porque todos los elegidos reconocerán que se deben mutuamente las gracias que les han merecido la corona.
Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897)