Aquella mañana me desperté temprano y pude contemplar un Nuevo amanecer. El cielo fue cambiando gradualmente de los grises a los rosas. De la oscuridad de la noche al cálido día que comenzaba.
En la zona en la que vivo hay un aeropuerto con muchas conexiones, por lo que el tráfico aéreo es bastante fluído. Y eso es lo que justamente llamó mi atención. Los aviones pasaban y dejaban tras sí una estela brillante y luminosa.
De pronto el cielo se me figuró lleno de marcas como si fuesen bellas cicatrices.
Y pensé en las mías…No tan bellas. Tan dolorosas, guardianas incansables de la memoria, encargadas de refrescar el momento exacto y lacerante de la herida, como si fuese la primera vez. Y no me refiero sólo a las señales físicas sino también a las impresiones que quedan grabadas en nuestra alma.
Y en un momento dado, con la luminiscencia del cielo se encendió también un pensamiento: el de poder ver a cada una de esas llagas como lugares de redención, signos de sanación, milagros de la resiliencia.
Parada de ese otro punto de vista, descubrí que en cada una de ellas había escondida una enseñanza, una moraleja, una lección que aprender. Maestras de la Vida nos enseñan a ponernos en el lugar del otro, a no juzgar, a ser un poco más sabios y misericordiosos con el dolor ajeno.
El proceso de cicatrización, de duelo, lleva escondido en sí un misterioso tesoro de gran valor, por el que vale la pena entregarlo todo cuando es encontrado.
Agradecí en ese instante por cada uno de aquellos tajos en mi cuerpo y en mi alma, preciosas perlas colmadas de Vida, a las que a partir de ahora contemplo con ojos de Resurrección.