Yo, la mas pequeñita y tu creación mas perfecta. Mi torpeza y la terquedad y Tu misericordia y Tu amor. Inmezclables, incomprensibles, pero uno Vos y yo.
Y ahi, en medio de la aparente armonía fragil y apenas creída, aparece el otro. El otro que no es cualquier otro, sino el peor de los otros, el leproso.
Me da repulsion, asco, me genera rechazo. Me enoja, me molesta. La superficie me molesta, lo que veo. ¿Y lo que no veo? ¿Y lo que el otro no ve en mi?
Me acerco al leproso, con miedo, con dudas ¿y si me contagia? Lo miro a los ojos. Ahi, en ese momento, me detengo. Freno yo y frena el mundo.
Hay algo ahi, algo que no vi de lejos. Hay algo que no se ve si me quedo allá tapandome la nariz. En los ojos del leproso encuentro algo familiar. Hay una mirada conocida. Ya había visto esos ojos antes. Y en ellos también los míos mirando, transformándose, sorprendiendome. Miro al leproso y en sus ojos los mios reconocen una mirada, que nunca vi pero la reconozco. Esa mirada tiene atrás un hombre que está en el suelo, y sobre él una cruz y sobre la cruz el mundo. Y yo en mis manos tengo un sudario y le limpio la cara.
Abro los ojos y me encuentro en los brazos del leproso, perdida en su pecho. Siento lo que nunca sentí, el amor puro y santo del Crucificado en ese abrazo. Él que me necesitaba, él que estaba falto de cariño, él que Dios puso en mi camino para que lo ayude, él, me salvó. Me mostró el camino, porque yo no me animé a amarlo primero. En su mirada veo la misericordia del Padre y siento ganas de amar, de amar a todos, pero más a ellos, a los leprosos, a los que me molestan, a los que me enojan.
Gisela Gassmann
inspirado en el encuentro de Francisco de Asís con el leproso