Pier Giorgio Frassati, el Beato italiano de 24 años, distribuía su día entre la misa por la mañana, las clases, la visita a los pobres, encuentros con amigos y una intensa actividad pastoral y política. Sus tiempos, como nos pasa a muchos, eran acotados y por eso el estudio le costaba.
Pier Giorgio era un niño hiperactivo. Le atraían los deportes, que practicaba con maestría. Su punto débil eran los estudios, una de sus constantes cruces. Su temperamento dinámico le generaba dificultades para concentrarse. A los siete años reprobó los exámenes de admisión a un colegio prestigioso. En casa le repetían que era tardo para aprender y escribir. Las cosas mejoraron cuando ingresó al “Instituto Social” dirigido por los Jesuitas. Sus maestros percibieron un carácter abnegado e ingenioso, necesitado de atención y orientación. En las aulas del instituto Pier Giorgio fue aprendiendo a controlar sus distracciones.
La escuela también le permitió desplegar la piedad y la alegría contagiosa. Su confesor le propuso participar de la comunión diaria. En aquella época era obligatorio el ayuno desde la medianoche. A su madre le incomodó que Pier Giorgio prescindiera del desayuno, incluso para participar de la Eucaristía. Pero cuando finalmente consiguió el permiso, entró en la habitación de su director espiritual gritando: “¡Padre, he vencido yo!”.
Cuando cumplió los diecisiete años y concluyó sus estudios escolares, decidió especializarse en ingeniería minera. Le atraían las ciencias y había recolectado y catalogado un gran número de minerales durante sus escaladas en los Alpes. Pero existía otra razón de peso. La ingeniería lo pondría en contacto con un sector particularmente marginado de la sociedad turinesa, los mineros, a quienes esperaba ayudar y promover humanamente.
Fuente: CEC