Se nos hace difícil conocer quiénes verdaderamente somos. La pregunta acerca de nuestro misterio es un interrogante existencial arraigado en el corazón de todo hombre. A lo largo de las distintas etapas de su desarrollo, la persona intenta descubrir el misterio de sí mismo explorando distintas respuestas.
El mundo de hoy no nos ayuda a ser nosotros mismos. El ritmo vertiginoso que llevamos, el poder de la imagen, la exigencia de tener siempre más, de aparentar, de la competencia y del éxito nos dificulta el camino del ser y nos oculta la verdad acerca de nosotros mismos. Perdemos la orientación a Dios, nuestras capacidades se desordenan y nuestra intimidad se desborda en el fuera. Así nos volvemos personas dispersas, incapaces de vivir nuestra verdadera identidad.
Somos adultos pero nos comportamos como niños o adolescentes, ensayando un “yo soy” a cada paso, con identidades acomodadas a lo que el mundo considera valioso, viviendo una vida de prestado, incapaces de decirnos a nosotros mismos, con miedo a exponernos tal como somos.
Y en la ignorancia de quiénes de verdad somos, encontramos seguridad en el afuera y así nos conocemos y nos presentamos: soy lo que tengo, lo que puedo comprar o adquirir; soy lo que gano, lo que ostento o lo que muestro. A veces creemos que nuestro ser se agota en nuestras capacidades intelectuales: somos lo que podemos pensar, lo que podemos razonar o entender. Otras veces asentamos nuestro ser en los sentimientos: Somos aquello que sentimos, somos nuestras reacciones y emociones. La mayoría de las veces nuestra identidad se funde a nuestra profesión u oficio: soy abogado, obrero o maestra; o al tenor de nuestra actividad: soy exitoso, eficaz, competente.
Más allá de lo que podemos saber y decir acerca de nosotros mismos, el misterio de nuestra identidad nos trasciende y exige un acto heroico: superar el yo para quedarse en la intemperie del “sí mismo”. Y es en esta experiencia de nada, de desapropiación y de desnudez, es cuando experimentamos el nacer y el morir; la eternidad dentro de nosotros mismos y la resolución los opuestos en el paradigma de la Cruz.
Morir a nuestro yo para descubrir que nuestro verdadero Yo es trascendente y está oculto en Dios, supone el proceso de desidentificarnos de todo aquello que nos había dado tanta seguridad, afirmación y reconocimiento y que se “confundía” con nuestra identidad: trabajo, quehaceres, bienes, afectos… Así, paulatinamente, y a veces por medio de situaciones dolorosas, vamos descubriendo que yo soy más que mi trabajo; mis bienes; más que mis diferentes roles o funciones.
La oración contemplativa nos regala la maravillosa experiencia de ir conociéndonos en lo que verdaderamente somos y nos ayuda a penetrar en el misterio de nuestra propia identidad unida a Dios, que supera mi propio yo, trasciende todo y es inefable.
Sólo Dios es el que Es y, en él, mi humanidad se hace plena y encuentra sentido. Cuanto más unido a Dios, soy más yo mismo, aceptando con confianza lo que todavía no conozco de mí o mis propias fragilidades y sombras.
Inés Ordoñez de Lanús