Árbol,
árbol sólido y bello,
hunde tus raíces en la tierra,
sin raíces y sin tierra no podrías vivir.
Extiende tus ramas en el cielo,
sin ramas y sin cielo no podrías sobrevivir,
y que tus raíces de tierra
y tus raíces de cielo
coman y beban
el mantillo y el agua,
el aire y el sol.
* * *
Árbol, amigo mío, crece para ti, crece para mí, crece para todos los hombres.
Porque tenemos necesidad de ti,
para respirar y calentarnos,
para resguardarnos y amueblarnos,
para amarnos y para dormir,
para vivir y para morir.
Árbol, no eres solo en el mundo, sino multitud en el bosque profundo.
Con tus hermanos, escucha los ruidos de la ciudad, ligeros de risas y pesados de llantos.
Con tus ramas tendidas, como brazos que se ofrecen, disponibles,
acoge a los hombres que acuden; ellos te fecundarán, tú les darás vida.
Pero sé tú mismo y rechaza a las rapaces que, sin respetarte,
tratan de explotarte para sus placeres y provechos.
Si tu gran corazón abierto está hecho para convertirse en techo de una casa,
rechaza el fuego que de tu carne quiere sacar el calor.
Si debes cobijar bajo tu sombra el juego de los niños, en el bosque profundo,
rehúsa ser mesa para el estudiante y silla para el anciano.
Si un día debes ser altar para el sacerdote,
rehusa ser mesa para la familia y cama para los amantes.
Árbol, hermano mío,
hunde tus raíces en la tierra
y tus raíces en el cielo.
Sé el árbol que debes ser,
pero árbol para los otros.
Michel Quoist, en “Háblame de amor”